lunes, 21 de enero de 2013


EL PESO DE UNA CONFESIÓN
LANCE ARMSTRONG VS ELADIO APONTE
La reciente confesión pública de Lance Armstrong, me recordó una recomendación que alguna vez me hizo uno de mis amigos mala-junta“niégalo hasta la muerte, que siempre quedará la duda”; y de otro quien fue más allá cuando me dijo: “no confieses ni cuando te descubran”.   Estos dos sujetos, sin saberlo, con su conseja confirmaban uno de los más sagrados principios del Derecho en los pueblos civilizados: “todos somos inocentes hasta que se nos demuestre, sin dudas, lo contrario”.
La demostración de la culpabilidad de un reo se logra con pruebas debidamente producidas y/o la confesión de éste.   Pero como cosa curiosa, la confesión no siempre vale por sí sola, ya que el acto mismo de la confesión podría ser en sí mismo otra mentira.   De modo que cuando alguien confiesa, para su correcta condena, deben existir además las pruebas incriminatorias.   Tal es el caso del padre que confiesa un crimen que no cometió, con la finalidad de exculpar a su hijo criminal; o el caso de alguien cuya confesión es arrancada a palos; o el que la hace para perjudicar a alguien más.
La confesión ayuda, y mucho, a simplificar y abaratar la investigación, sobre todo cuando aporta datos verificables.   Por el contrario, cuando toca demostrarle algo a alguien, sin que quede ninguna duda, puede ser muy costoso en tiempo, recursos y dinero.  Nunca olvidaré cuando llevaban a la Corte el expediente de Clinton-Lewinsky, para lo cual necesitaron una camioneta panel y varias carruchas para cargar el regordete e ilegible archivo de miles de páginas.
Pero ¿por qué hay confesiones que son creíbles y otras que no?   Porque al ser una manifestación de la voluntad humana, su espontaneidad siempre es susceptible de ser influenciada y viciada (temores, odios, amores, violencia, etc…).
Ni las mejores pruebas del mundo convencen más que una confesión, sobre todo cuando los motivos por los cuales ésta se hace son creíbles.   La confesión nos quita esa sensación de malestar que nos produce la idea de que podamos habernos equivocado en el juzgamiento.   Hasta el juez más implacable preferiría no ver al condenado homicida  gritando en el corredor de la muerte que él no fue el asesino.   Así, hoy nadie pone en duda que Lance Armstrong se dopó, que Bill Clinton se acostó con Mónica ni que Juan José Caldera le recibió billetes a Wilmer Ruperti; pero hay quienes aún ponen en duda que Eladio Aponte Aponte era un rojito terrorista judicial.   Es cierto que hay confesiones más creíbles que otras, pero así como una mentira es cierta hasta que se demuestre su falsedad, una confesión es verdadera hasta que se demuestre lo contrario.    Creo, por lo tanto, que son ciertas todas las confesiones aquí mencionadas y cierro con la siguiente pregunta: ¿era el magistrado Aponte el único malandro que había dentro del TSJ?  ¿habrá alguien más adentro armándose de valor para hablar? ¡Cómo es verdad que una verdad solo es verdad dependiendo de la credibilidad de quien la diga!  Fin. Andrés Izquierdo, 21 de enero de 2013.

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