EL
PESO DE UNA CONFESIÓN
LANCE
ARMSTRONG VS ELADIO APONTE
La
reciente confesión pública de Lance Armstrong, me recordó una recomendación que
alguna vez me hizo uno de mis amigos mala-junta: “niégalo
hasta la muerte, que siempre quedará la duda”; y de otro quien fue más allá
cuando me dijo: “no confieses ni cuando
te descubran”. Estos dos sujetos, sin saberlo, con su conseja
confirmaban uno de los más sagrados principios del Derecho en los pueblos
civilizados: “todos somos inocentes hasta
que se nos demuestre, sin dudas, lo contrario”.
La
demostración de la culpabilidad de un reo se logra con pruebas debidamente
producidas y/o la confesión de éste.
Pero como cosa curiosa, la confesión no siempre vale por sí sola, ya que
el acto mismo de la confesión podría ser en sí mismo otra mentira. De modo que cuando alguien confiesa, para su
correcta condena, deben existir además las pruebas incriminatorias. Tal es el caso del padre que confiesa un
crimen que no cometió, con la finalidad de exculpar a su hijo criminal; o el
caso de alguien cuya confesión es arrancada a palos; o el que la hace para
perjudicar a alguien más.
La
confesión ayuda, y mucho, a simplificar y abaratar la investigación, sobre todo
cuando aporta datos verificables. Por
el contrario, cuando toca demostrarle algo a alguien, sin que quede ninguna
duda, puede ser muy costoso en tiempo, recursos y dinero. Nunca olvidaré cuando llevaban a la Corte el
expediente de Clinton-Lewinsky, para
lo cual necesitaron una camioneta panel y varias carruchas para cargar el
regordete e ilegible archivo de miles de páginas.
Pero
¿por qué hay confesiones que son creíbles y otras que no? Porque al ser una manifestación de la
voluntad humana, su espontaneidad siempre es susceptible de ser influenciada y
viciada (temores, odios, amores, violencia, etc…).
Ni
las mejores pruebas del mundo convencen más que una confesión, sobre todo
cuando los motivos por los cuales ésta se hace son creíbles. La confesión nos quita esa sensación de malestar
que nos produce la idea de que podamos habernos equivocado en el
juzgamiento. Hasta el juez más implacable
preferiría no ver al condenado homicida gritando en el corredor de la muerte que él no
fue el asesino. Así, hoy nadie pone en
duda que Lance Armstrong se dopó, que Bill Clinton se acostó con Mónica ni que
Juan José Caldera le recibió billetes a Wilmer Ruperti; pero hay quienes aún ponen
en duda que Eladio Aponte Aponte era un rojito terrorista judicial. Es cierto que hay confesiones más creíbles que
otras, pero así como una mentira es cierta hasta que se demuestre su falsedad, una
confesión es verdadera hasta que se demuestre lo contrario. Creo, por lo tanto, que son ciertas todas las
confesiones aquí mencionadas y cierro con la siguiente pregunta: ¿era el
magistrado Aponte el único malandro que había dentro del TSJ? ¿habrá alguien más adentro armándose de valor
para hablar? ¡Cómo es verdad que una verdad solo es verdad dependiendo de la
credibilidad de quien la diga! Fin. Andrés
Izquierdo, 21 de enero de 2013.
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