martes, 12 de noviembre de 2013

Propina vs. Matraca

Propina vs. Matraca
Jueves 21 de octubre de 2010
Andrés I. Izquierdo G.
No necesito contarle a nadie lo piche que está la situación con la matraca en Venezuela.   Todos los días nos enfrentamos a la más frenética corrupción que se haya visto en este país desde su fundación: tanto en lo público como en lo privado.   La pregunta es qué hacer al respecto.   Todos sabemos que las propinas están social y moralmente permitidas, pero la matraca no.   Eso no se discute.   El problema es determinar dónde está la frontera entre la propina y la matraca.   Le doy o no le doy los Bs. 2,00 al personaje que afirma haberme cuidado el carro en la calle; los Bs. 4,00 al niño que metió mis víveres en las bolsas pero que no me las llevó desde el abasto hasta el carro; los Bs. 20,00 al barbero que me trató con respeto; los Bs. 40,00 al mesonero que me atendió con esmero; los Bs. 100,00 al cajero del banco que me hace el favor de recibirme la paca de depósitos sin hacer la cola, porque aunque tengo el pelo cano, no llego a los 60 de la tercera edad; los Bs. 200,00 al escribiente que me proveyó la diligencia cuando la necesitaba; los Bs. 400,00 a los policías que escoltaron en la motos del Estado a mi mensajero cuando fue al banco a retirar la nómina; los Bs. 700,00 de “habilitación” al secretario que me agiliza ese trámite tan urgente; los Bs. 10.000,00 al policía que encontró mi carro robado e “impidió” que me lo desvalijaran; los Bs. 50.000,00 al juez que gentilmente me permitió redactar la sentencia a mi gusto en el caso en el cual “yo tenía la razón”; los Bs. 100.000,00 al sindicato de la construcción para que me dejaran construir en paz;  o la CHEROKEE  2010 a la barragana del ingeniero que se hizo la vista gorda en la inspección de mi obra.   Suficiente para hacerme entender.
No pretendo dar clases de moral ni cacarear en cual grupo de “contribuyentes” me clasifico: a pocos ha de importarles.   Solo pretendo despertar en la conciencia de cada quien la importancia de detener cuanto antes esta escalada que acabará por dejarnos el país en ruinas.   Cada vez que un transportista de víveres deja un queso y un salchichón en una alcabala de la carretera para que no le detengan el camión (con o sin razón), está, sin saberlo, escupiendo contra el viento, ya que la matraca causa toda clase de males, tales como aumentos en los precios, desconfianza en el país, gastos de contraloría, más burocracia para controlarla, odio colectivo, sinvergüencería, pérdida de la moral colectiva, pérdida de sentimiento y de la identidad nacionalista, desconfianza y deslealtad.
Esto no tiene fin, es una cadena que se retroalimenta de sus propias heces.   Antes de dar cada propina debemos pensar un instante si no nos estarán matraqueando.   Yo no creo en la máxima de que tan corrupto es el “matraqueador” como el “matraqueado”, eso depende de quién empieza.   Es cierto que la ética no se mide por porcentajes, ya que ésta se tiene o no se tiene, pero creo que tiene mayor cuota de responsabilidad en el asunto, aquél quien pudiendo evitar la matraca, no lo hace.  Muchas veces el matraqueado, a quien por cierto no defiendo ni justifico, resulta entrampado en estos perfectos aparatos diseñados por los matraqueadores, con poca o ninguna probabilidad de resistirse a la matraca, deviniendo más en víctima que en cómplice.   Si los matraqueadores o iniciadores de la matraca hicieran bien su trabajo, nadie tendría que ofrecerles propinas ni estipendios por hacer bien lo que están llamados a hacer bien.   Y si alguien viniera a ofrecerles lo propio para que hagan algo impropio, le tocaría rehusarse.   En fin, es mucho más fácil para el que ha de recibir el dinero sucio no aceptar el soborno que para quien tiene que pagarlo prácticamente a la fuerza.
He oído a abogados viejos decirle a abogados nuevos, nauseabundos consejos como este: “Si no te metes en la matraca, te quedas fuera del juego y no vas a poder ni ejercer.   A tus clientes no les interesan los medios, ellos lo que quieren son resultados”.   Esto es decisión moral de cada quien, pero tenga claro todo el mundo que la matraca nunca queda en secreto, siempre termina saliendo a flote como en los retretes.   En sus “círculos íntimos” (con filtraciones como todo círculo íntimo) tanto los matraqueadores como sus cómplices tarde o temprano terminan contado y exagerando sus hazañas.  Así que quien decida jugar el juego, que no crea que nadie se va a enterar.
En una situación similar, un conocido líder espiritual dijo una vez: “El de vosotros que esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella”.   El resto es historia porque ya sabemos que ninguno de los acusadores de la adúltera inició esa lapidación.   Todos en algún momento y en alguna medida hemos caído en la tentación, pero esto no es irreversible: no debe ser irreversible.
La situación se nos está escapando de las manos.   Me preocupa qué le responderé a mis nietos cuando vengan a preguntarme qué hice yo para detener esta locura.   La matraca, como el resto de las miserias humanas, nunca se va a eliminar ni que venga un presidente decente con un gabinete decente, los cuales, por cierto, solo se ven en algunos pueblos decentes.   No obstante, si tomamos conciencia de las consecuencias de este problema, con actos individuales y colectivos, podemos por lo menos desacelerar la caída.

Una vez leí en un cuadro colgado en el despacho de un registrador, la siguiente frase:   “No me pida que viole la Ley, exíjame que la cumpla”.   Salvo por el infortunio de que el cuadro en cuestión yacía en esa oficina sólo como un irónico adorno, creo que por ahí van los tiros.   FIN.

El Dorado del Ermitaño





EL DORADO DEL ERMITAÑO



















ESCRITO POR ANDRÉS I. IZQUIERDO G.
ENTRE AGOSTO DE 2002 Y SEPTIEMBRE DE 2010






Dedico este libro a la memoria de mi gran amigo
GEORGIOS GIANICOPULOS.
   Ejemplo de disciplina y genuina amistad.
El Dorado del Ermitaño.

I.             Don Tomás, el Orinoco y El Degredo.
Por el color de sus glúteos, se podía saber que Don Tomás era un hombre blanco, porque el resto de su cuerpo estaba completamente curtido por el sol tropical que calienta durante casi todo el año al gran río Orinoco en el corazón de Venezuela.   Este río nace en el cerro Delgado Chalbaud, en la serranía Parima, ubicado al Sur del Estado Amazonas. La cuenca del Orinoco es muy extensa, la mayor parte queda en territorio venezolano, mientras que el resto queda en territorio colombiano. Su curso dibuja un gran semicírculo al cual le tributan el  Guaviare, Atabapo, Meta, Apure y Caroní, entre otros 200 afluentes, desembocando en el Océano Atlántico.   El Orinoco  divide a Venezuela prácticamente en una mitad Norte y otra Sur.    Casi al frente de la ciudad más grande y antigua que primero visita el río –Ciudad Bolívar-, se forma una pequeña y fértil isla llamada “El Degredo”.    Su peculiar nombre se debe a que por muchos años sirvió de depósito de leprosos.   Así es, en tiempos de epidemias a los leprosos y enfermos contagiosos se les aislaba en El Degredo para que no contagiasen a las demás personas.   Algunos morían de mengua en la isla y eran enterrados en tierra firme.    Jamás se lanzaron los cuerpos al río por temor de contaminar el agua río abajo.  Aquéllos pocos quienes sanaban, podían regresar a casa en la ciudad. En otras épocas, las autoridades sanitarias también utilizaban la isla para hacer cuarentar los barcos procedentes de puertos afectados por brotes epidémicos. Hasta el siglo XIX se recibía a los viajeros procedentes de Europa y las Antillas.
Antes que lo hiciera Don Tomás la isla fué habitada por una solitaria mujer llamada Angelina Rosa, quien se consideraba dueña del lugar.
Desde el centro de la isla hasta la orilla Sur del río, en tierra firme, hay apenas unos 600 metros.   El Puente Angostura está unos 3,6 km río arriba.   Este puente de acero y pilas de concreto modificó para siempre el paisaje que desde la isla contemplaba Don Tomás cada atardecer.    El Puente Angostura fue inaugurado el 6 de enero de 1967 por el presidente Raúl Leoni. Comenzó a construirse con la colocación de la primera piedra el 19 de diciembre de 1962, por el presidente de la época Rómulo Betancourt. Al momento de su finalización era el noveno puente colgante del Mundo y primero de Latinoamérica.   Casi el mismo tiempo que vio Don Tomás la puesta del sol sin puente, la vió luego con puente, en realidad ya no sabía cual vista era más familiar, en fin, la sobrecogedora puesta del sol sobre el gran Orinoco siempre producía en Don Tomás la misma sensación de melancolía, soledad y, en especial, un sentimiento de que todas las puestas de sol aunque eran casi iguales en cada época del año, no podía evitar mirarlas de principio a fin y durante ese tiempo  reencontrarse con los recuerdos de su juventud.  Dependiendo de la época del año y del punto de la isla donde se parara el viejo, podía ver  el poniente perfectamente alineado con el centro del puente.   Era fantástico ver por unos pocos segundos al sol naranja acostado en el chinchorro del puente colgante.   Era casi un hábito adictivo para el ermitaño.
En el trópico, los días y las noches casi siempre son iguales, solo se diferencia la temporada de lluvias y la temporada de sequía, la temporada de calor y la de más calor.    Pero para quien vive en una isla como El Degredo, el asunto de las lluvias cobra una especial importancia porque en invierno el nivel del río sube drásticamente y cubre mas de la mitad de la superficie de la isla por varias semanas y en verano la situación es a la inversa. En tiempos de sequía, la isla podía medir más de un kilómetro de lago por casi trescientos metros de ancho.   En época de lluvia, la superficie se reducía a poco más de una hectárea.
A sus 92 años, la vida de había enseñado muchas cosas a Don Tomás; tenía una especial percepción sobre las personas, sus miserias y sus virtudes, sobre la naturaleza, sobre la riqueza y la pobreza, sobre el éxito y el fracaso, así como sobre cosas mas terrenales como el dolor, el miedo, la soledad, la enfermedad, así como sobre las antítesis de estos sentires, y, lo más importante, cuándo sembrar las plantas de patilla, tomate y maíz, para que el condenado río no se le meta en el conuco y le arruine su siembra.
Don Tomás no vivía completamente solo en la isla, le acompañaban un ocurrente y viejo perro color canela llamado “Sosa”, el cual era más bien de tamaño mediano y bastante flaco por ser casi vegetariano; un cleptómano, desobediente y travieso mono capuchino, llamado “Darwin” –en realidad su nombre completo era Charles Darwin, pero como siempre había que regañarle, se hacía mas corto gritarle solo por el apellido-; y un viejo loro parlanchin llamado “Cacán”.
El viejo creía en Dios más por costumbre que por convicción, era muy práctico y le gustaba mucho leer.   Alguna vez leyó, obligado por su padre, varios libros de algunos filósofos griegos, de los cuales aprendió unas pocas máximas de la más sana lógica humana que le servirían para amalgamarlas con sus propias experiencias y así formar su propio manual sobre el bien y el mal.    El mérito estuvo en haber leído obligado unos viejos libros, más que traducidos, interpretados del griego antiguo al inglés, y haber comprendido aunque sea algunas ideas y conceptos de estos visionarios pensadores.   Por años pensó que si algún día fracasaba por completo, tomaría la idea de Descartes, de eliminar todas sus propias ideas y paradigmas, y adoptar las de quienes él pensaba que eran personas exitosas.
Esto jamás lo hizo porque más tarde descubriría por sí mismo que nunca se produce un fracaso completo; siempre quedan escombros sobre los cuales reconstruir.  De esos escombros está formada la mayor parte de las experiencias.    Hay más aprendizaje en los fracasos que en los éxitos.
Don Tomás estaba muy lejos de ser una persona ignorante; a la temprana edad de 21 años obtuvo un título universitario de ingeniería de minas en la “University of Cape Town (UCT)”.  Esta es una universidad pública localizada en Cape Town en Sudáfrica, fundada 1829 como el South African College.  Hablaba perfectamente el Inglés británico -su lengua nativa-, francés, español, un poco de zulú y hasta un divertido juego de habla codificada llamado jerigonza.   Vivir y estudiar en Sudáfrica dio a Don Tomás mucha facilidad para los idiomas, ya que en ese país se hablan once lenguas oficiales, estando entre ellas el Inglés y el Zulú, siendo éste último el más hablado en los hogares.   En Londres se graduó de ingeniero hidráulico a los 23 años y ocho meses después culminó con éxito un entrenamiento como explosivista en una importante compañía Francesa que entrenaba gente de remplazo para trabajar en las perforaciones y voladuras de rocas en el canal de Panamá.    Tenía además una innata capacidad para interpretar cualquier instrumento de cuerdas que cayera en sus manos.   
 A los 25 años, cansado de obedecer las constantes órdenes, manipulaciones y rigores de su acaudalado padre, el joven Tomás aceptó una oferta de trabajo que le hizo una compañía minera que necesitaba técnicos para la excavación de varias minas subterráneas de oro en el Sur de Venezuela.  La compañía era la NEW CALLAO GOLD MINING
COMPANY LIMITED.   Cuando nuestro inmigrante se alejaba en un vapor del muelle del puerto de
Southampton, Inglaterra, el mismo de donde años antes había zarpado el TITANIC, jamás imaginó que nunca volvería a ver una puesta de sol desde Europa ni África.
Don Tomás era un hombre de mediana estatura, bastante encorvado, de ojos claros y verdosos con marcadas trazas y el poco cabello que le quedaba era bastante largo y completamente canoso.  Era delgado, con la piel muy tostada y arrugada, e inexplicablemente tenía su dentadura casi completa, salvo por cuatro muelas de oro y un colmillo ennegrecido que le quedó como recuerdo de una paliza que le dieron dos mineros por un problema de faldas.  Cuando debía tener algún indeseado contacto con personas, solía cubrir su calva con el cabello que le crecía por los lados.    Harto de la esclavitud de las rasuradoras, el viejo depilaba su cara con un producto natural que crece silvestre en El Degredo, llamado localmente “Coco e’ mono”, que es una especie de fruta parecida externamente al níspero, usada desde antaño por los indios para eliminar el vello indeseado.    Vivía con muy poco, del reino vegetal, él y sus mascotas, incluyendo a Sosa, se alimentaban principalmente de yuca, mango, lechoza,  patilla, auyama, tomate y maiz, mientras que del reino animal se conformaban con bagre, camarones, iguanas, gallinas y huevos.
El ermitaño se veía más extraviado que cansado, y, a decir verdad, a pesar de su asolada piel,  lucía mucho más joven de lo que realmente era.    Rara vez usaba camisa o sombrero y siempre calzaba unas desgastadas alpargatas con suela de cuero.   Aún tenía fuerzas suficientes para pescar, labrar, sembrar y cosechar.    Hacía tiempo que Don Tomás ya no se atrevía a cruzar remando en su pequeña curiara desde la isla a la otra orilla del río; porque temía que alguna corriente le arrastrase río abajo o algún remolino le volcase junto con su inestable embarcación.  De una cosa sí estaba seguro:   no tenía deseos de morir, eso lo dejaría para lo último.    Aunque sabía nadar, evitaba tener mucho contacto con los chorros del caudaloso río, y ya no pescaba desde la curiara sino que lo hacía en los remansos desde la orilla de la isla.  Ahora se conformaba con hacer trueques con los pescadores y navegantes que ocasionalmente visitaban la isla; cambiaba huevos por café, mazorcas por sedal y anzuelos, patillas por ron, tomates por velas, estropajos por conchas para su escopeta, flores secas de loto por baterías para su radiecito; y lechozas por fósforos.   No usaba lentes ni medicinas.
Apenas llegó a Venezuela, Don Tomás aprendió a tocar el cuatro, lo cual le sirvió para cortejar las bellas mujeres que nunca le faltaron.    No solamente aprendió a hablar perfectamente el español,  sino que además copió el acento y los modos campiranos como se habla en el sur de Venezuela.    En realidad, de no ser por el color de sus ojos, nadie sospecharía que el viejo era de origen extranjero.   Le gustaba atesorar y contemplar viejas fotos, tenía muy pocas pertenencias y no era, desde luego, propietario de la isla donde desde hace tantos años habitaba.   Su casa era los restos de la abandonada  estructura que alguna vez se construyó para albergar a los leprosos.  Desde que llegó a la isla jamás nadie le cuestionó su derecho de ser el único habitante.    Tampoco alguien se interesó jamás por vivir en élla, con o sin Don Tomás.
Don Tomás siempre gozó de buena a salud, salvo por una enfermedad que marcaría su vida para siempre.   Una especie de trastorno mental que le confundía constantemente. No era capaz de distinguir si ciertos hechos de su memoria eran reales o imaginarios.   Esto siempre constituyó un grave problema para Tomás.   Esta condición lo llevó poco a poco al aislamiento, ya que muchas veces quedaba ante los demás como un loco de atar.  Podía contar con tanto detalle y emoción, tanto una historia falsa como una verdadera. No lo hacía de mala fe ni porque fuera un embustero, simplemente se registraban en su mente con la misma fidelidad.

II.           El encuentro con David.
Esa tarde oscureció más temprano que cualquier otro día.    Era raro ver ese tipo de atardeceres en los cuales la oscuridad llegaba de súbito.  Antes del anochecer Don Tomás había visto varios troncos de regular tamaño flotando río abajo.    El río suele arrastrar todo tipo de cosas extrañas y plantas de todo tipo, ya no le extrañaba ver pasar los más exóticos arreglos florales compuestos por orquídeas, flores de bora, raíces de curiosas formas, espumas de varios colores, mariposas, serpientes y hasta asustados mamíferos a bordo de estos circos flotantes; de hecho, Darwin había llegado a la isla en primera clase de uno de ellos.    Nunca faltaba la basura y los desperdicios sólidos y líquidos provenientes de las ciudades del río arriba.    Minutos antes del anochecer, con los últimos rayos de luz, Don Tomás había visto pasar río arriba una veloz embarcación que navegaba por un canal distinto al que normalmente utilizan los navegantes experimentados del río.    El hecho le llamó la atención pero no le prestó demasiada importancia.
En su primer patrullaje de la noche, Sosa se acercó a la orilla y vio entre la paja a un humano que yacía inanimado.   Pensando que a Don Tomás podía interesarle el hallazgo, partió corriendo y ladrando lo más fuerte que pudo, con tan mala suerte que no vio una raíz que sobresalía en su camino con la cual se enredó y cayo de hocico en un charco de barro negro que le esperaba al final de su caída.    Patinando y resbalándose logró reanudar su desenfrenada carrera.     Cuando Don Tomás le vio llegar con aquel escándalo y con el hocico lleno de barro, le preguntó:
-Qué pasa, Sosa?   ¿Cayó otra iguana?
-Guau! Guau!  -Ambos sabían que dos “guau” significaba “no”-.
El pobre Sosa nunca pudo aprender a comunicarse con Don Tomás más allá de un “si” o un “no”.     Era realmente difícil familiarizarse con ese extenso idioma “franinglesñol” que le hablaba Don Tomás.    Por supuesto que a Darwin se le hacía aún más difícil.
El mensaje de Sosa no guardaba relación con ningún otro que antes le hubiera transmitido, por ello Don Tomás consideró conveniente seguir al inquieto can para ver de qué se trataba.    Al acercarse a la orilla, el viejo pudo ver claramente el motivo de la angustia del perro.    Pausadamente –como siempre actuaba Don Tomás- se acercó a la persona que yacía sobre la paja, con dos tercios de su cuerpo dentro del agua y el resto afuera.   Enseguida supo que el hombre debió llegar vivo a la orilla porque de otra forma todo el cuerpo estaría dentro del agua y boca abajo.    Se acercó después de ordenar al perro que dejara el escándalo, se arrodilló al lado del cuerpo y comenzó a examinarlo.   Sintió un gran alivio cuando confirmó que el hombre estaba vivo y con heridas pequeñas.    Parecía que lo mas grave que tenía el hombre era un cansancio del cual tardaría un buen rato en recuperarse.    El hombre era grande y robusto, por lo que Don Tomás estimó que no podría moverlo de ese sitio ni mucho menos trasladarlo hasta la casa.   Tampoco podía dejarlo como estaba mientras pedía ayuda porque no sabía cuanto podría ésta tardar.  Al viejo no le gustaba siquiera acercarse a la orilla por las noches.   Así que decidió arrastrarlo fuera del agua y ponerlo lo más cómodo posible.   Regresó a la casa y trajo agua del tinajero, parches de sábila, una manta y unos zapatos grandes que alguna vez un borracho dejó olvidados en una visita a la isla.    Lo de la manta y los zapatos era porque el hombre estaba completamente desnudo y necesitaría, cuando se levantara, calzarse para poder caminar el pedregoso tramo desde la orilla donde lo había encontrado hasta la casa.    Don Tomás improvisó un colchón de paja sobre el cual volteó al hombre boca arriba, lo lavó con agua limpia, puso la sábila sobre las heridas y le dio de beber.    Cuando el hombre recuperó el aliento, preguntó:
-¿Dónde está mi hijo?   ¿Ya lo encontraron?
-No lo sé, respondió Don Tomás.   Al único que encontré fue a ti.   ¿Tu hijo estaba contigo?
-Sí, también estaba en la lancha.   No pude verlo!
-Qué te pasó? Preguntó el viejo.
-Chocamos, contra una pila del puente.    Traté de esquivar un tronco que bajaba flotando pero la corriente nos desvió contra la pila.    La lancha se partió y se hundió en un instante.    Me duelen las rodillas y los codos!
-¿Puedes caminar?
-No lo sé.   Respondió el adolorido hombre.    No me ayude a mí, por favor busque a mi hijo!
-Buscaré por toda la orilla de la isla.    Vamos Sosa!
Al cabo de unos 25 minutos volvió el viejo al sitio donde había dejado al hombre, primero llegó el perro y luego él; llegó por el lado opuesto al cual había partido.
- Despierta!  le dijo el viejo al hombre.   No lo encontré.    ¿Quién más sabe que naufragaron?
-Temo que nadie más.   Botamos la lancha en un sitio donde nadie nos vió.
-¿Cómo te llamas?
-David, respondió el hombre, ... y usted?
-Soy Tomás, vivo sólo, aquí.    Necesitaremos ayuda ara encontrar a tu hijo.
-Ayúdeme a llegar a donde pueda pedir ayuda, rogó David.
-No es fácil salir de aquí, esto es una isla.    Tengo una curiara que puede con una sola persona y ninguno puede remar.
-Esta isla, cuál es?
-El Degredo.
-Claro, la corriente debió arrastrarme hasta aquí.
Cuando el hombre pudo ponerse en pié, cojeó hasta la casa ayudado por Don Tomás.   Sabiendo que no había nada que hacer hasta la mañana, ambos hombres permanecieron en la casa, no sin antes hacer otro par de rondas durante la noche en búsqueda de Aurelio, el hijo de David que apenas tenía ocho años.
Durante toda la noche ambos hombres permanecieron sin dormir.    Sentados en el frente de la casa, viendo la orilla del río.   David no dejaba de lamentarse por la suerte de su hijo y Don Tomás trataba de consolarle.    Muchas reflexiones hizo David en voz alta.    De lo primero que se arrepintió fue de hacer siempre las cosas con prisa.    Esa tarde le habían entregado su nueva lancha y quiso estrenarla de inmediato, no le importó la hora, la poca luz del día, su inexperiencia, los troncos en el río, nada le importó, lo único que deseaba era probar la potencia de su nueva máquina.     Recordó que lo único sensato que había hecho era ponerle a su hijo un chaleco salvavidas, pero no por iniciativa propia sino porque al muchacho la habían gustado los colores de uno muy vistoso del que se antojó en la tienda náutica.
-Estoy cosechando mi siembra, reflexionó David.    Si no encuentro a mi hijo, habrá desaparecido por culpa mía!
El viejo no trató de evitar que el hombre de culpara una y otra vez por lo ocurrido, simplemente lo dejó hablar y expresar todo lo que sentía.    El viejo había aprendido desde muy temprano a no dar consejos a quien no se los solicitaba.   En ese momento el viejo pensó que el hombre necesitaba más ser oído que aconsejado.
Con la primera luz de la madrugada, casi al mismo tiempo los hombres vieron a Sosa levantar las orejas, oyeron el sonido de una lancha que remontaba el río y luego distinguieron la imagen de una curiara de pescadores que pasaba cerca de la isla.   Desesperadamente hicieron ruido y señales para llamar la atención de los pescadores.   Darwin no entendía lo que estaba sucediendo pero se sumó al acto del ruido y las señales.    Al acercarse los pescadores, quienes por supuesto conocían a Don Tomás, éste les pidió el favor de llevar a David hasta la ciudad para que buscara ayuda y emprendiera el rescate de su hijo.    Con una brevísima despedida y agradecimiento, David abordó la curiara vestido con ropa vieja y apretada de Don Tomás.
A la mañana siguiente Don Tomás se enteraría por la radio que David había encontrado el cadáver de su hijo atrapado dentro de la lancha en el fondo del río.    El salvavidas de nada le sirvió porque murió en el momento del accidente.    La noticia le produjo mucha tristeza a Don Tomás, quien había sentido una especial compasión por aquel insensato hombre.
Uno tras otro transcurrieron los siguientes días sin que Don Tomás tuviese noticias de David.   Algo extraño en aquél hombre habría hecho que se quedara fijo en la mente del anciano.   Durante la noche que pasó al lado del náufrago, éste le habría contado muchas cosas de su vida al viejo y éste veía encarnado en Davíd muchas de las miserias y errores humanos de los cuales el viejo había pasado tantos años tratando de deshacerse.
Durante los días y los meses siguientes al episodio de David, el viejo reflexionó sobre la prisa y el afán, encontrándole cada vez más más sentido a las dos grandes piezas del refranero criollo: “el tiempo de Diós es perfecto” y “del apuro solo queda el cansancio”.    No por ello olvidaba Don Tomás la importancia del sentido de la oportunidad, las ventajas de ser previsivo y no dejar para mañana lo que se pudiera hacer hoy.   Recordaba el viejo con mucha claridad que la mayoría de las oportunidades que dejó pasar, se veían mucho más claras cuando se iban que cuando venían.
Lo que más perturbaba a Don Tomás era como aquél desafortunado hombre no habría tenido para con él la delicadeza de al menos volver a la isla para informar al viejo personalmente sobre el destino del niño que por tantas horas ambos estuvieron buscando.   En realidad el viejo no esperaba ninguna recompensa, puesto que sentía que no había hecho nada heroico por David, más bien quería volver a verlo y saber si había superado la dolorosa pérdida de su hijo.   Quizá erraba el viejo al creer que David habría sentido por él la misma empatía.

III.  El regreso de David a El Degredo.
Cierto día, mientras Don Tomás dormía una siesta en su chinchorro de moriche, Sosa rompió el silencio de la tarde con súbitos ladridos.   Ya  Sosa no era tan joven y ladraba acostado, apenas levantando la cabeza.  El problema es que lo hacía justo debajo del chinchorro donde dormía el viejo, causándole cada vez el mismo sobresalto.   Ya era una rutina: ladrido, regaño, ladrido, regaño, bla, bla bla…  Se acercó con lento andar una persona a quién Don Tomás reconoció de inmediato.
Buenas…. ¿Cómo está Don? Gritó el joven mientras se acercaba.
-  ¿Se puede? Inquirió el recién llegado.
- Siga mijo, siga, asintió el viejo mientras se paraba del chinchorro con un práctico movimiento que practicaba.   Consistía en mecerse con los piés, hasta que el chinchorro oscilaba a una altura a la que el viejo podía salir caminando verticalmente.
- ¿Se acuerda de mí? Nos conocimos el año pasado.  ¿Se acuerda? El del accidente de la lancha.   No había peor insulto para Don Tomás que lo trataran como a un viejo, presumiendo y dando por descontada su senilidad.
-Claro que te recuerdo! Asintió el viejo.  Supe lo de tu hijo.  Lo sentí mucho por tí y por él.
-No tiene caso don, eso ya pasó!!!  Más bien estoy tratando de olvidarlo.
El viejo enseguida notó que David no recordaba su nombre y de inmediato se la puso fácil: llámame Tomás!!! Le autorizó.   Aunque David era el típico patán, por alguna extraña excepción, éste insistió en no tutear al viejo.
Era ostensible el mal aspecto que tenía David.   Exhalaba fracaso.   Su tono de voz, su postura, el descuido de su cabello, la notoria falta de un diente y la debilidad de su mirada, en fin su lenguaje corporal le dejó saber enseguida al viejo que las cosas no andaban nada bien.
-         Pensé que ya no volverías por aquí.  Ha pasado bastante tiempo desde la última vez.
-         Así es Don Tomás, así es.   Lo pensé mucho antes de venir.  Después del accidente quise venir, pero una serie de chascos me fueron sucediendo y lo postergué una y otra vez.   Después de un tiempo ya me dió vergüenza y prefería evitarlo antes que encarar mi inconsecuencia.
-         No importa, mijo, siempre eres bienvenido.   No necesitas darme excusas ni explicaciones. Me complace mucho tu visita.  Don Tomás sabía que los reproches, sobre todo si son fundados, solo alejan a la gente.
-         Tenía muchos deseos de hablar con alguien sabio y pensé en usted, dijo David.   He recordado la densidad de las cosas que me dijo aquella noche y creo que usted es la persona indicada para pedirle consejo.   ¿Tiene tiempo para que conversemos? Preguntó.
-         Voy a colar, ¿quieres un guayoyo?  preguntó el viejo, sabiendo que la visita no sería corta.

Don Tomás hacía el café en un pequeña olla de peltre.   Ponía a calentar agua en su cocina de leña, lego ponía un par de cucharadas de café molido dentro del agua y cuando hirviera la sacaba del fuego.   Luego lo colaba en una manga de tela de algodón. A veces, cuando había, lo endulzaba con unas goticas de miel.  Lo servía en taparitas.
Mientras el viejo preparaba el café, David le contó que después de la muerte de Aurelio, su matrimonio con la madre del niño se había complicado.   Adriana Isabel, su esposa, le culpó por la muerte del niño, lo cual les arruinó su frágil relación.
Al poco tiempo de haber perdido al niño, David también perdió todo su dinero.   Era un hombre que había logrado acumular cierto capital haciendo negocios especulativos y valiéndose de hipócritas relaciones con funcionarios públicos corruptos.
Cuando estuvo haciendo labores de rescate de su lancha, conoció a un viejo funcionario responsable de las actividades acuáticas en el río Orinoco, quien lo convenció de asociarse para una extraña empresa.   El funcionario le explicó que en su despacho tenía el informe completo de la Universidad de Oriente, sobre la ubicación exacta de la chalana “La Múcura” hundida cerca de “La Piedra del Medio” con una valiosa carga, el 27 de febrero de 1952.  El “negocio” se trataba de contratar equipos y personal especializados para buscar y rescatar del fondo del río los restos de uno de los vehículos que viajaba en esa chalana, dentro del cual se aseguraba que viajaba un enorme cargamento de oro puro extraído de las minas de El Callao.   David pondría el dinero necesario y el funcionario pondría el papeleo y sus contactos para que les permitiesen hacer el rescate sin ser molestados, luego se repartirían las ganancias del rescate.
Mientras el viejo escuchaba atentamente el relato de David, no podía contener una risita burlona que comenzaba a molestar a David. De no ser por los resultados que luego David contaría a Don Tomás, éste se habría burlado del incauto joven.
El negocio era simplemente maravilloso: con la tajada que le tocaría a David, éste se capitalizaría y se retiraría joven y rico.   No obstante, las leyes del universo son definitivamente invariables; y, como era de esperarse, casi tan pronto como David le entregó todo su dinero al funcionario, éste fué sorpresivamente removido de su cargo y jamás volvió a saberse de él ni del dinero.
Ya sin dinero, la esposa de David tuvo la excusa que le faltaba para dejarlo definitivamente, llevándose consigo las pocas cosas de valor que le quedaban.  Bastaron un par de abogados tramposos para dejarlo literalemente en la calle.

-         Lamento lo que te ha sucedido, pero no podía ser de otra forma, sentenció el anciano.   ¿Por qué has venido? preguntó.
-         Lo he perdido todo! se lamentó David.  Por eso pensé que alguien que vive solo y sin dinero como usted, podría darme la fórmula de cómo sobrevivir y ayudarme a alejar sentimientos autodestructivos.
-         No sé por dónde empezar!!! dijo el viejo sin angustia y con absoluta confianza de que podría hacer mucho por aquél hombre.
-         Lo que te ha sucedido es producto de tu inmadurez, prosiguió el viejo.  Pero no he de juzgarte. Todos lo somos en mayor o menor medida y nadie aprende por experiencia ajena.  Lo contrario haría la vida totalmente aburrida.   Lo primero que debes saber es que esa aventura del rescate del naufragio de “La Múcura” habría sido de todas maneras un absoluto fracaso.
-         ¿Por qué lo dice con tanta seguridad? Interrumpió David.
-         Porque conozco con todo detalle la tragedia de esa chalana, yo estuve allí, dijo el viejo.
La afirmación del viejo captó la total atención de David, quien se puso en alerta para descubrir si el viejo le estaba mintiendo.
-         Si hubieras revisado solo un poco la historia del naufragio no habría caído en esa trampa cazabobos, continuó el viejo.    Cuando la gabarra se hundió, viajaba desde Soledad hacia Ciudad Bolívar.   Con ese solo dato hubieras podido advertir que en este país el oro viaja en dirección Sur-Norte y no al revés.  Nadie transporta cantidades importantes de oro hacia el Sur. No te parece?
-         Me confié de Bermúdez, se excusó, David.  Parecía conocer bien la historia y nunca se me ocurrió preguntarle algo tal elemental.
-         Lo del oro fue puro cuento, exclamó el viejo.  Nunca hubo tal oro.  Lo sé porque todo se trató de una farsa para engañar al seguro de la empresa de chalanas.   Todo lo demás sí lo fué, inclusive el ataque del monstruo del río!
Hubo un silencio momentáneo.
-         ¿Qué? Preguntó el viejo al ver la cara de incredulidad de David. ¿A poco no me crees?
En ese momento sucedió algo mágico.  David estaba seguro que el viejo estaba punto de comenzar a mentirle pero no le importó, más bien quería que el viejo continuara con aquel relato de fantasía.   La voz del viejo lo tranquilizaba y, sin darse cuenta, había dejado de pensar en todo cuanto lo había estado atormentando los últimos meses.
Comenzó el viejo su relato, el cual era más que claro que no era la primera vez que contaba esa historia.
-          Me tocó a mí viajar al puerto de La Guaira a retirar unos equipos y maquinarias que se habían comprado para la mina.   Organicé un convoy de tres camiones de plataforma para cargarlos en la aduana y trasladarlos hasta El Callao.   Para esa época el Orinoco se cruzaba solo navegando, el Puente Angostura no entraría en funcionamiento sino hasta enero de 1967.  De regreso, en el puerto de Soledad, abordamos con todo el convoy  la chalana “La Múcura”, la cual era bastante grande y su casco era de acero, tenía 20 metros de eslora, 0,87 de calado y 50 toneladas de capacidad, se construyó en el Astillero La Trinidad del ingeniero francés constructor de chalanas Alberto Minet (relacionado con la construcción de los muelles de Matanzas, de la Iron Mines, Cementos Guayana y las bases del muelle de Pampatar).   El peso de los camiones se colocó cuidadosamente balanceado  en el centro de la chalana.   De hecho, tuvimos la necesidad de montar y bajar varias veces los camiones, cambiándolos de posición.  Eso sucedió antes de las 2 de la tarde del día miércoles 27 de febrero de 1952, en carnaval.   Esa tarde hacía muchísimo calor y el cielo estaba totalmente despejado.   El río estaba en un nivel bastante bajo, tan bajo que el agua se veía verdosa.   Cuando el río está alto por las lluvias su color es un marrón turbio muy clarito, pero en verano se torna más transparente y verdoso.   Tan pronto la chalana estuvo cargada, zarpó hacia la otra orilla.   Para compensar la corriente, las chalanas no navegaban perpendiculares al río, sino con cierta inclinación corriente arriba, pasaban entre la Piedra del Medio y la isla El Degredo, para luego dejarse arrastrar por la corriente hasta el sitio del desembarque.   Yo me encontraba parado sobre la rampa de acceso de vehículos.   Justo cuando pasábamos sobre una de las fosas más profundas de ese sector del río, pude ver debajo de la superficie del agua una enorme silueta oscura moviéndose hacia la chalana a gran velocidad.   Inmediatamente se sintió un violento golpe de abajo hacia arriba, acompañado de un ensordecedor ruido de metal retorciéndose.   Toda la parte de babor se elevó como una explosión, arrastrando a todos los vehículos hacia estribor.   En ese momento caí al agua y fue cuando pude ver un grueso y pesado lomo de color gris oscuro y escamoso, empujando la chalana de un costado.   Mis compañeros que viajaban dentro de los camiones, no tuvieron tiempo de salir, quedando atrapados en su interior.   Otra extremidad del monstruo emergió por estribor pero esta vez pude ver una colosal cabeza similar a la de una serpiente, con expresión iracunda y diabólica, y con una especie de cachos que le cubrían la nuca.   La cabeza se hundió nuevamente en el agua, rugiendo a centímetros de mi cara.   Pude percibir el hedor que salía de su boca, y hasta me rozó con su repugnante y babosa lengua viperina de color morado con unos dientes sucios que parecían dagas.    Enrolló toda la chalana y la haló hacia el fondo.   La chalana se dio vuelta hundiéndose con toda su carga y los pasajeros.   Yo estaba paralizado del pánico, pero aun así logré mantenerme a flote.
-          Mira esta profunda cicatriz! Le mostró el viajo a David.  El viejo tenía una horrible y masiva cicatriz en el muslo izquierdo.   Esto no me lo hice en la caída ni con los dientes del animal, esto fue cuando apenas me rozó con unas afiladas espuelas que le salían por todo el espinazo.   Luego el animal desapareció y todo quedó en calma.     No era mi día, dijo el viejo, “al que no le toca, ni que se ponga, y al que le toca, ni que se quite”.
Cuando pude reaccionar, continuó el viejo, me quité toda la ropa para nadar más ligero.      El monstruo debió devorar a todas las personas que se hundieron puesto que jamás se encontraron sus cuerpos.   Estaba perdiendo mucha sangre por el desgarro profundo de mi pierna, pero nadé con todas mis fuerzas hasta la orilla de Ciudad Bolívar, sin embargo, la corriente me arrastró hasta más allá de La Carioca.    Lo último que recuerdo fue a dos niños puyándome con varas para ver si yo estaba vivo, tendido desnudo y casi desangrado sobre la arena de uno de los playones que se forman río abajo durante el verano.
- Mire!, amigo David, interrumpió el viejo su historia, visiblemente molesto al ver la cara de incrédulo que tenía el joven.  - Si usted no me va a creer, entonces para qué me pide que le cuente lo sucedido, nojile…!    Nadie le había pedido al viejo que contara esa historia.
- Perdóneme, Don Tomás, dijo David avergonzado, por favor continúe, ¡claro que le creo!, mintió David.
Muchas historias falsas se tejieron entorno a ese naufragio.   Mucho se habló de ese oro.   El único que podría haber llevado una cantidad importante de oro era yo, y como te dije, no la llevaba.   También se habló de la Serpiente de las Siete Cabezas, aunque yo vi solo una, y fue más que suficiente.
El monstruo de las 7 cabezas no era primera vez que yo lo veía.   Varias veces en luna llena veraniega lo había visto emergiendo de los puntos más profundos del río.   Siempre antes de ver la cabeza en la superficie, saltaban grandes peces que huían de su acecho.  Nunca se le había visto de día ni en lo seco ni en aguas de poca profundidad.   Hay quien piensa que ni siquiera es uno solo sino varios, puesto que se lo ha descrito de varias formas.    Yo digo que es uno solo porque siempre lo he visto igual.   Pero nunca lo había visto salir a plena luz del día, como aquélla tarde.
Esas fosas del río alcanzan profundidades de hasta 160 metros.   En tiempos de la colonia, los gobernadores hicieron construir con presos y esclavos, grandes pasadizos en las rocas subterráneas que comunican esas fosas con otros puntos de la ciudad.   Esos pasadizos aún existen y son usados por la bestia para esconderse.   Yo los he visto!  Todos!  Pero desde que el monstruo se esconde allí, nadie se atreve a recorrerlos.   La entrada más grande está ubicada en la Piedra del Medio; otra en la Catedral al lado de la Plaza Bolívar, a 47 metros bajo el suelo; otra en la Casa de San Isidro, casa donde pernoctó El Libertador durante la realización del Congreso de Angostura en febrero de 1819; otra en la Laguna de Los Francos, otra en esta isla, otra en la Isla El Panadero y la última en la Laguna El Porvenir.   La famosa “Piedra del
Medio”, es un islote rocoso que se encuentra en el medio del río Orinoco,
entre las poblaciones de Ciudad Bolívar y Soledad. Humboltd la llamó
“el orinocómetro”, pues los habitantes de la ciudad la usaban para
llevar el registro de las subidas y bajadas de aguas.
Yo supe que después del hundimiento de La Múcura, la empresa trajo a un buzo margariteño para que buscara la chalana y su cargamento, a fin de recuperarlos.   Al poco tiempo de estar sumergido más abajo del punto del hundimiento, el pobre hombre tiró desesperadamente la línea que lo unía a la lancha que se encontraba en la superficie.   Cuando lo subieron, el hombre aterrado dijo que pudo ver “un extraño animal, con un solo ojo del tamaño de una torta de casabe”.   Es obvio que ese pobre ignorante no decía la verdad, porque cualquiera sabe que cada cabeza del monstruo  tiene sus dos ojos completos, y son apenas un poco más grandes que un coco.   ¡Estos orientales siempre creyendo que los demás son gafos!  Después, hasta un barco de la Universidad de Oriente, vino a rastrear el fondo con ultrasonido, pero nadie más se atrevió a bajar.   La Múcura aún se encuentra en el fondo del río.
El monstruo fue visto por última vez en 1988.  Varios lograron fotografiarlo una noche.   Hasta se llamó por la radio para que fueran a ver el monstruo.  Un locutor que se llamaba Tomás “El Chino” León afirmaba que había salido “la culebra de las 7 cabezas”.   Todos pudimos verlo esa noche, posado sobre la superficie de las lajas de “La Piedra del Medio”.   Salió hasta en los periódicos, por si no me crees.
         David escuchó con mucha atención toda la historia, contada con tanto detalle y con datos tan ciertos y comprobables que provocaba creerla.
         Comenzaba a oscurecer y los interrumpió el curiarero que venía a recoger a David para llevarlo de vuelta.   David se volvió hacia el viejo y le preguntó si podía quedarse esa noche en la isla, lo cual éste aprobó.  David sacó de su bolsillo delantero unos pocos billetes arrugados y los entregó a su transportista con la instrucción de que regresara temprano en la mañana siguiente a recogerle.
         No menos de 20 minutos gastaron los tres hombres para convencer a Darwin que regresara uno de los billetes que arrebató de la mano del curierero cuando éste los recibió.
         Cuando el curiarero se marchó insultando al mono, David no sabía cómo actuar ante la fascinante historia del viejo.  No sabía si seguirle la corriente o dejarle saber que no le creía.   Era esa típica situación incómoda en la cual no sabemos cómo reaccionar porque no sabemos si nos están tomando el pelo o si nos están hablando en serio.  Antes que David pudiera decir algo, el viejo haría algo que le helaría la sangre a David.  Don Tomás tomó un viejo sobre de papel de una gaveta y de su interior, cuidadosamente envuelto, sacó unos viejos recortes de prensa que relataban exactamente lo mismo que había contado el viejo y reseñaban tanto el naufragio como la milagrosa salvación de su único sobreviviente, ingeniero Tomás Bell.   En ese momento David ya estaba totalmente aturdido y sin saber qué decir.
         Sosa, quien ya había escuchado esa misma historia docenas de veces, aun prestaba atención como si fuese la primera vez.
         Tengo casabe, pisillo de pescado salado, berenjeas en vinagre y queso.   ¿Quieres comer? Preguntó el viejo.
Durante la cena ambos hombres hablaron de muchas cosas.   Notaron que la empatía entre ellos era extraordinaria.  El viejo le contó sobre su antiguo trabajo en las minas de El Callao, y sobre cómo estuvo a punto de morir sepultado por una turba enardecida de mineros que hicieron explotar la mina en la cual él trabajaba.  Una huelga de mineros habría sido rota por unos esquiroles que contrató la empresa minera a través de Tomás, lo cual provocó una demencial furia que terminó en la más irracional violencia y sentimiento de odio hacia la empresa minera y sus representantes, entre ellos Don Tomás.
El viejo relató con todo detalle cómo logró escapar de la mina y la angustia de su posterior persecución.
Luego, el viejo tomó su cuatro, lo afinó y tocó impecablemente varias piezas de todas partes del mundo.
¿Cuál es su canción favorita, Don Tomás?  Preguntó David con deseos que el viejo la tocara.
-¿Mi canción favorita?  “Viajera del Río” un vals de aquí mismo!  La compuso un señor de aquí de Ciudad Bolívar llamado Manuel Yánez, una tarde que estaba paseando por el malecón.   Él se quedó extasiado al ver una flor de Bora flotando corriente abajo.   Lo inspiraron las islas flotantes de Bora.   Por ahí las llaman también lirio de agua y chupachupa.   Así salió la canción.
El viejo se inspiró y la tocó con especial esmero:
“Paseando una vez
por el malecón
extasiado me quedé
al ver una flor perfumando el río.
Era angelical como el azahar
y corría y corría.
Buscando el horizonte se perdía.
La quise tocar, la quise abrazar
quise amarla como a ti
Ni que fuera un mago
para contener la fuerza del río.
Y se fue ocultando y se fue marchando luego desapareció
Pasaron los años y el arcano tiempo la alejó de mí.
Por eso en mis sueños
cuando la recuerdo
triste voy al malecón
para ver si el río
cambia la corriente y vuelvo a ver
mi flor”.

Bravo!!!
Al terminar de comer y después de un largo silencio el viejo hizo a David una extraña pregunta:  ¿Crees en tesoros?   Porque yo sé donde hay uno!!!
-¿Cómo así? Fue la predecible respuesta del joven.  
-Oro, oro puro, alardeó el viejo, mucho oro puro.
-El oro de “La Múcura”? erró David en preguntar.
-Te dije que en “La Múcura” no había oro, te lo acabo de decir. No me estabas prestando atención. Te estoy hablando de oro verdadero, en lingotes.
-¿Dónde está ese oro?  preguntó el incrédulo huésped.  ¿Cuánto oro?
-No estoy seguro de cuanto oro es exactamente, pero sí sé como encontrarlo.
Cuando trabajé en la compañía minera en El Callao, fui ascendido a  administrador y encargado de la custodia del oro de la mina.  Todo el oro que se fundía en lingotes era almacenado con absoluto secreto dentro de la misma mina, mientras se juntaba cierta cantidad para ser enviado a la casa matriz, a compradores mayoristas en Caracas y a joyeros de todo el país.   Solo el gerente de la mina y yo sabíamos sobre esta operación, el resto de los mineros desconocían el destino del oro de la mina.   Solíamos almacenar el oro en pequeñas cajas de madera más pequeñas que el tamaño de una caja de zapatos, las cuales podían contener hasta 20 kilos de oro puro.
Cuando se derrumbó la mina había una caja casi llena, lista para despachar.   Se guardaba hasta el último momento en una pequeña galería de la mina, ubicada a un nivel muy cerca de la superficie, totalmente blindada.
Yo solía vivir en esa misma galería, prosiguió el viejo, ahí tenía una pequeña habitación con todas las comodidades y mis pertenencias.
¿No le parece cruel? Don Tomás, hablarme de oro cuando acabo de perder todo lo que tenía por andar buscando tesoros.
Te creí menos torpe!!!, espetó el viejo, te estoy hablando del verdadero Dorado, de oro real, tapiado a poca profundidad, no de tesoros fantasiosos perdidos en el fondo de un río.
¿Que quiere de mí? Don Tomás, por qué me cuenta todo esto del oro?
Porque creo que ese oro debe ser recuperado, porque creo que te vendría bien un poco de capital para reconstruir tu vida y porque me has inspirado confianza para que rescatemos ese tesoro.   Yo no podría hacerlo solo.
¿Cuál es su plan? Preguntó incrédulo el joven.
¿Mi plan? Ni siquiera tengo un plan.  Hagamos uno de inmediato y vayamos por ese oro ahora mismo.
Ya no tengo nada que perder!, pensó el joven en silencio.   Si es verdad el relato del viejo, tendré parte de ese oro, si no, seré aún más incauto de lo que ya soy, en fin, a quién le importa.
De acuerdo, Don Tomás, vayamos por ese Dorado.
Hasta más de la media noche estuvieron despiertos ambos hombres planificando su nueva empresa.   El primer problema que tenían que resolver era la total insolvencia de ambos, ya que entre los dos apenas reunían para comprar los pasajes en autobús desde Ciudad Bolívar hasta El Callao.
El joven por inmaduro, y el viejo por sabio, estuvieron de acuerdo en partir a la mañana siguiente con lo único que tenían y una vez en marcha ya verían como resolverían el transporte, la comida, el alojamiento y los gastos de excavación.
Entre el suave sonido de la corriente del río, la fresca brisa nocturna y el inconfundible olor de la isla, ambos hombres se quedaron dormidos casi al mismo tiempo.

IV. En busca del Dorado.
Al amanecer, el viejo se levantó tan temprano como siempre.   Después de asearse, metió en un pequeño talego unas pocas cosas personales, su cuatro y algo de comida, coló un poco de café y enseguida estuvo listo para partir.  Sosa se encargó de lamer la cara de David, mientras Darwin se encargaba de hurgarle las orejas.   Nadie hubiese podido seguir durmiendo con tantas atenciones.
Ya fuera del chinchorro, David quedó extasiado con la belleza del amanecer en el río, algo que nunca había visto a pesar de haber crecido en Ciudad Bolívar.
No pasó mucho tiempo cuando se acercó a la orilla de la isla el curiarero que venía a recoger a David.
Antes de saltar dentro de la embarcación el viejo se volvió hacia el loro, el perro y el mono y les dijo a los tres: ustedes no van!
Dicho esto, el curiarero empezó a remar y de inmediato sintió que algo le cayó en el sombrero.  Era Darwin que había dado un brinco desde una piedra de la orilla, cayéndole encima al curiarero y corriendo hacia el regazo de Don Tomás.    Está bien dijo el viejo en tono cómplice, puedes venir si te portas bien.  Ninguno de los cuatro seres en la curiara creían que así sería.
Ya en tierra firme, los hombres caminaron hasta la estación de buses a la cual llegaron bien temprano.   Compraron sus boletos y esperaron la salida del bus.  En el terminal, el viejo sacó del talego su cuatro, lo afinó y comenzó a tocar unas lindas tonadas de ordeño mañanero.   Enseguida se acercaron los otros viajeros y comenzaron a lanzar dinero dentro del talego.   Don Tomás no estaba tocando por limosna, pero tampoco rehusó recibir las colaboraciones.   Por momentos, David se sintió humillado, jamás se había sentido como un mendigo, hasta ese día.   Sin embargo, la expresión del viejo le reconfortaba.   Aquél anciano que había recorrido más de la mitad del mundo y que con toda seguridad habría visitado los mejores sitios, tocaba plácidamente su cuatro como si nada le importara.   De pronto vio con toda claridad que la mendicidad es solo una actitud y no una condición de vida, más una percepción que una actividad.   De inmediato pensó en tantas veces que miró artistas famosos “mendigando” en televisión para causas nobles de otros.
Era domingo.   Antes del medio día, ya había partido el fatigado autobús que los llevaría  de Norte a Sur atravesando las poblaciones de Puerto Ordaz, San Félix, Upata, Guasipati y su destino final: El Callao.   Normalmente este viaje por carretera tarda menos de 4 horas, pero este viaje parecía interminable ya que el autobús debía parar cada 20 minutos a reponer agua para el radiador, y hacerle reparaciones de todo tipo.
Durante el trayecto el viejo y David tuvieron tiempo suficiente para contarse sus respectivas historias.
-          ¿No tiene usted familia, Don Tomás?   ¿Cómo es que vive totalmente solo en la isla?
-          En realidad no vivo totalmente solo, mis amigos me acompañan.    Vengo de una familia muy pequeña.   Fui hijo único y mis padres también lo fueron.   Murieron juntos siendo yo aun joven.  Mi padre fue un hombre muy rico y coleccionista obsesivo.  Mis padres murieron en el Blitz.
-          ¿Que es el Blitz? Preguntó David.
-          Fue un infernal bombardeo nazi sobre el Reino Unido que duró alrededor de 9 meses entre 1940 y 1941.  El Blitz causó miles de muertes y destruyó muchos hogares.   Con la guerra se perdió toda la fortuna de mi padre, toda!  La guerra es lo más absurdo e injusto que hay.  La escalada de violencia solo genera más violencia.
-          Creo que tuve un hijo, o hija.
-          ¿Nunca se casó?
-          No.  Tuve muchas mujeres, pero con ninguna me casé.   Siempre tuve miedo a los compromisos.  Aunque hubo una que fue definitivamente especial.  Me hubiera casado con ella de no ser por su padre.   Era una mujer blanca, alta, delgada pero bien formada, cabello negro y largo, y con unos labios divinos. Vivía con sus padres en Upata.  Su papá, el viejo Juan, era Canario, de la Palma, muy bruto.  Su madre era aún más bella y oriunda de la Villa del Yocoima, la pobre mujer no hacía más que obedecer al marido.   Cuando se enteraron que ella estaba en estado sin estar casada, la separaron de mí, la enviaron castigada a España y la incomunicaron.   De ella solo me quedaron bonitos recuerdos, cartas de amor y una foto que perdí.   Era la mejor mujer que cualquier hombre pudiera anhelar.   Por mucho que lo intenté, nunca más supe de ella ni de nuestro hijo, no supe si nació, si fué niño o niña, en fin, los perdí para siempre.   Luego sus padres también se mudaron a la Palma y en algún momento dejé de buscarla.

-          No diga  que los Canarios son brutos, Don Tomás, mi madre y mi abuela eran Canarias y eran muy inteligentes.

-          No lo digo yo, era el mismo viejo Juan quien lo decía.
-          Y tú, David, ¿tienes familia?  Yo también vengo de una familia pequeña.  Mis padres también murieron siendo yo un niño.  Tengo una media-hermana mayor por parte de padre que terminó se criarme hasta que se casó con un tipo mezquino que acabó por echarme de su casa.   Desde entonces nos distanciamos y no he vuelto a verlos.

A media tarde, el autobús paró en una estación de servicio ubicada entre Upata y Guasipati, para que los pasajeros pudieran comer e ir al baño.   Para esa hora ya David sentía hambre.   Con las propinas de la mañana compraron jugo de naranja y una bolsa de casabe con papelón llamado “naiboa”.  No les alcanzó para más.   Tras la breve parada el autobús sonó su vieja corneta y todos entraron en él.
-          Al tiempo que el autobús arrancaba para continuar su viaje, Don Tomás advirtió la ausencia del mono, y antes de que pudiera decirle al chofer que parara, escuchó al portugués de la tienda que gritaba: “mono ladrón, agárrenlo!!!” De un salto entró el mono por la ventana del autobús justo en la fila del asiento de sus compañeros y se escondió debajo del asiento.  El mono traía abrazado un enorme y fresco pan de guayaba que ya había sacado de la bolsa de plástico y le había dado varios mordiscos.  El chofer no paró ni advirtió lo sucedido.   Luego les habría tocado repartir con sabiduría entre los tres el delicioso botín.
-          Llegaron a El Callao al final de la tarde.
-          El Callao es una pintoresca y legendaria población en el Sur del Estado Bolívar, conocida por su actividad minera, sus fiestas de carnaval, música, comida y étnica muy particular.   Es un pueblo con su propia identidad, mezcla de razas y culturas de diversos orígenes, principalmente negros.
-          Ya en el pueblo, caminaron instintivamente hasta la Plaza Bolívar, de las que suele haber una en el centro de cada pueblo de Venezuela.   Allí se sentaron en el único banco que quedaba disponible.   Disfrutaron de un plácido y fresco ocaso.
-Bueno, Don Tomás, ya estamos aquí, resumió David, ahora ¿qué hacemos?
- Lo primero es buscar dónde dormir, luego iremos al sitio sobre la galería para evaluar la forma de llegar a ella y luego procurar los equipos que necesitaremos para cavar.   El camino es largo, la mina queda a varios kilómetros de aquí.  No debemos ir caminando.   Necesitaremos transporte, pero nadie debe saber por qué estamos aquí ni a dónde nos dirigimos.  Nadie!!!.
Ya sé cómo haremos algo de dinero para hospedaje, dijo David con cierta picardía en la mirada.   Espéreme aquí, le dijo al viejo, levantándose del banco y buscando entre las papeleras de la plaza tres tapas de refresco y una pequeña piedrita.   El mono siguió a David.  El viejo quedó solo en el banco y sacó nuevamente su cuatro.   Sin pensarlo comenzó a tocar los pasajes llaneros que mejor había practicado.   Al poco rato, volvía David con la mitad de la cara enrojecida y visiblemente aturdido.    No muy lejos de allí, se había puesto a tentar a los lugareños con el fraudulento juego de la piedrita escondida en la tapita, ya había logrado quitarle algo de dinero a los primeros inocentes.   Pero cuando la apostadora era una grande, robusta y malgeniada mujer negra, el impertinente Darwin levantó la tapa en la cual se suponía que estaba la piedrita, y al ver la mujer que David la estaba engañando, le asestó una brutal cachetada que lo tumbó de espalda.   David apenas tuvo oportunidad de levantarse y correr antes que la fuerte mujer siguiera golpeándolo.  Para ese momento ya Don Tomás estaba rodeado de un grupo de oyentes extasiados y con ganas de retribuir el lujoso concierto que les daba el viejo.   Después de un par de horas cuando el viejo ya no tenía ganas de seguir tocando, los forasteros ya tenían dinero suficiente para pagar una noche en una modesta habitación en una pensión ubicada en frente de la plaza.
El posadero era un viejo muy negro de apellido London.   Era un mal hombre, avaro y obeso, que había sido abandonado junto con sus dos hijos por la única mujer que pudo soportarlo por el poco tiempo durante el cual nacieron los hijos.
Una vez alojados, David lavó su única muda de ropa, y lo mismo hizo Don Tomás.   Aunque habrían querido hacerlo, ambos consideraban feminoide lavar la ropa del otro.
Ambos hombres habían tenido un día tan inusual que les impedía conciliar el sueño.   El viejo aprovechó la tranquilidad para reprocharle a David el hecho de haber tratado de conseguir dinero  con engaño.  Le explicó con muchos ejemplos el por qué los valores deben conservarse aún en las situaciones más apremiantes.  De alguna forma hay que diferenciarse de los animales, afirmaba el viejo.   Aunque Don Tomás pensaba que Nicolás Maquiavelo estaba en lo cierto cuando afirmaba que el fin justificaba los medios, sabía que la práctica de esta doctrina podía, si se volvía masiva,  llevar a la animalización de la humanidad, es decir, a la primitiva ley del más fuerte y por consiguiente a la anarquía y a la injusticia social.   David ni siquiera intentó excusarse, el mensaje del viejo más allá de molestarlo, enriquecía su visión de las cosas.
 Esa mujer sí era fuerte de verdad –recordó David-.    Me gritó: “nobody tricks Delia Griffin”, parecía estar muy orgullosa de su apellido y su gentilicio.
Tienes razón, dejo el viejo.  La mujeres de este pueblo son
instituciones vivientes.
De aquí es la legendaria Negra Isidora, ¿no? Dijo David.
Así es, Lucila Isidora Agnes, la conocí muy bien, fuimos buenos amigos –aseguró el viejo-.
De nuevo David puso esa cara, preparándose para otro desvarío del
anciano.   Pero le resultaba irresistible la tentación de escuchar lo
que tenía que decir el viejo.
¿Tuvieron un romance? Bromeó David.
No, físicamente Isidora no era una mujer atractiva, al menos para mi gusto; su belleza era más bien interna. Luchadora incansable y fuerte.   De
hecho nunca se casó ni tuvo hijos, más bien solía decir que  todos los del
pueblo eran sus hijos.   Isidora fue una de las pocas personas que no
quiso que me lincharan durante la huelga.   Su naturaleza
bondadosa le impedía albergar rencor y venganza.   La recuerdo muy bien a ella y a su gran amiga Madama Lulu, creo que su nombre era Lourdes Basanta.   Era fantástico oírlas hablar el patuá mientras bebían “Yinya Bie”.  Ginger Beer, es una cerveza antillana dulzona  hecha con gengibre.
Su inseparable amiga compuso para ella una pieza de Calipso que dice así: “Isidora sings the calipso / Isidora is queen of festival / Isidora
drink the yinyavié / Isidora is queen of Carnaval.    Porque es el
alma del Carnaval / Esa negra si tiene swing al bailar”
.

Debo confesarte algo, dijo el viejo a David en tono grave.   No estoy totalmente seguro si todo o parte de la historia del Dorado es cierta o no.  Desde el día del ataque de los huelguistas, inhalé humo de pólvora, me golpeé fuertemente la cabeza y me causó graves daños la mordedura de una culebra terciopelo que me mordió en la huida.  Alguno de estos daños, o todos, empeoraron mi memoria y mi conciencia, al punto que por años he dudado de la veracidad de todo cuanto te he contado sobre el Dorado.
En la oscuridad de la habitación en viejo podía sentir la expresión de decepción que había en la cara de David.
-         Sufrí muchas lesiones ese día, confesó el viejo, como esta cicatriz que me dejó una lámina de acero que se me incrustó en una de las explosiones.
La decepción de David aumentó cuando el viejo se bajó los pantalones y le mostró con absoluta seriedad la misma cicatriz que le habría dicho la noche anterior que le dejó el ataque de la serpiente de las 7 cabezas.
-         No te culpo ni me culpo, manifestó el viejo.   Cuando te hablé del Dorado por primera vez, estaba seguro de su existencia, sin embargo ahora no lo estoy tanto. Tengo ese problema desde hace muchos años, confesó el viejo, pero cada vez lo siento peor.  Antes que David pudiera decir algo, el viejo continuó, la expresión “ver para creer” es reversible, válida en ambos sentidos.  David empezaba a no entender.  Muchas veces, dijo el viejo, para poder ver, primero tenemos que creer, si no creemos con fe en algo, nunca llegaremos a verlo.
-         Dígame Don Tomás, interrumpió David, ¿existe sí o no el Dorado?
-         Pronto lo sabremos, mijo, pronto lo sabremos, suspiró el viejo.
A David le preocupaba la logística del rescate, no tenía idea de cómo harían para llegar al sitio, para encontrar el oro, para recuperarlo, etc…   Hombre de poca fe se podría calificar a David.   El no tener un plan claro le causaba todo tipo de angustias y temores.  Al viejo, por su parte, solo se enfocaba en tratar de aclarar su mente, en atar cabos, en tratar de deslindar qué eran recuerdos y que eran fantasías.   Era inútil, solo conseguía confundirse más.   Una cosa si era cierta ambos se dejarían llevar por los recuerdos del viejo, y si estos eran falsos, pronto lo averiguarían.

En su mente, David estimaba que si en la caja hubieran 18 kilos o más de oro, eso representaría un valor suficiente para reconstruir su vida e iniciar un sano negocio.
El miserable London había estado escuchando la conversación de los hombres del otro lado de la media pared de la habitación.
Los hijos de London vivían en la misma pensión de su padre.   Eran dos tipos perdedores y viciosos que aún vivían a costillas de su padre y soportaban el maltrato que éste les daba.   Muy temprano London despertó a sus trasnochados hijos y les contó todo cuanto había escuchado.
-         El viejo y su acompañante han venido por algo grande, dijo London a sus hijos. Sigan a esos dos sin que lo sepan, les ordenó, y vean lo que hacen.
A la mañana siguiente los viajeros se levantaron más tarde que de costumbre.   Durante la noche Don Tomás no dejó de abrazar su talego.   Con la ropa aún medio húmeda, ambos se alistaron para dejar la habitación después de compartir con Darwin la comida que quedaba en el talego.  En el vestíbulo solo se encontraban sentados en un sofá dos hombres jóvenes negros obesos y desaseados quienes ni siquiera saludaron después de decirles “buenos días”.   El viejo y David dejaron la llave en el escritorio de la entrada y salieron a la calle.   Justo al lado había una orfebrería a la cual entró en viejo sin dar ninguna explicación a David, quien lo siguió un poco desconcertado.
-         Buenos días, saludó el viejo al orfebre con voz clara y fuerte.   Aceptan empeños?
-         Buenos días amigo.  No, esto no es casa de empeños.
-         Compran oro roto?
-         Eso sí.
-         A cuanto paga la grama de 24?  
-         En esta pizarrita están los precios de hoy, respondió el orfebre.
David no entendía lo que era la “grama” , “24” ni el “oro roto” ni por qué el viejo hacia al orfebre tales preguntas.
El viejo metió su mano en el talego, sacó una pequeña cajita de color azul, y del interior sacó dos antiguas monedas de cinco dólares de oro de 1887, las cuales tenía escondidas desde que salieron.
- ¿Cuánto me da por estas? preguntó el viejo al orfebre.
- 300 dólares por las dos, respondió el comerciante.
- Usted sabe que valen mucho más, replicó el viejo con cara de frustración.
- Lo siento, amigo, respondió el orfebre, lo pago por el oro que contienen, no por su valor histórico.  Además, no son de oro puro, sino de aleación.
- No nos alcanza, aseveró el viejo.
-¿Sería tan gentil de prestarme su baño y esa tenaza que tiene allí? preguntó el anciano al orfebre.
El orfebre entregó al viejo la tenaza y le indicó la cortina del baño.    Por supuesto que el orfebre y David se quedaron mirándose uno al otro sin sospechar para qué el viejo había pedido la tenaza.   Luego de un instante y un par de gemidos, regresó el viejo con cara de dolor, con la boca sangrando y cuatro enormes muelas de oro puro en su mano.
-         Péselas –dijo el viejo en tono grave.
-         Pero ¿qué ha hecho usted señor? ¿cómo se le ocurre?
-         Solo péselas, no me cuestione!
-         Visiblemente nervioso, el orfebre obedeció la instrucción.   Puso las muelas en la balanza y dijo en voz alta su peso.
-         Cuánto me da por todo?
-         400, respondió el orfebre.
-         Por favor mejore su oferta, pidió el viejo, sin mas explicación.   Conmovido el orfebre entregó al viejo 450 dólares.
-         Gracias, dijo el viejo, vámonos David.
-         Por qué hizo eso preguntó David al viejo cuando salieron a la acera.
-         Porque creo en lo que estamos haciendo, el éxito no se negocia –sentenció el viejo-.  Tenemos que ir a la montaña, más allá de la quebrada de Caratal.   Es lejos de aquí.  Caminando es imposible, las rodillas no me dan.   Toma estos 300, contrata un taxi que te lleve a la finca más cercana, habla con el encargado para que te venda dos caballos mansos con sillas usadas, lo más baratos que tenga.   Luego te traes los caballos y me buscas en la calle de atrás de esa ferretería.   No pases con los caballos por las vías principales, no quiero que levantemos sospechas.   Nadie debe saber a dónde vas ni qué estás haciendo.  ¿entiendes?  ¡Nadie!
-         Hay un problema Don Tomás, no sé montar –dijo David un tanto avergonzado.
-         Bien, eso es solo una circunstancia, no un problema, dijo el viejo restándole importancia al asunto y dando a David las instrucciones más elementales de cómo cumplir su tarea.

Mientras David buscaba los caballos, el viejo se encargó de comprar lo que pudo: mecate, alambre, linterna, baterías, pico y pala, machete afilado, botellas de agua, fósforos, casabe, enlatados, una navaja pico de loro y ron.

Enseguida el viejo se quedó sin dinero y se dirigió al punto de encuentro antes del mediodía.   Cerca de la 1 de la tarde llegó David con los caballos, tal como lo dispuso el viejo.   Amarraron todo a las sillas de los caballos, cada quién montó uno y se pusieron en marcha.

Luego de cabalgar pocas cuadras salieron del pueblo y se internaron en un camino que conducía a las montañas.

En todo momento David observó que el viejo parecía estar bien orientado y muy seguro de hacia dónde se dirigía.   Pero esa seguridad no duraría mucho!
En la primera bifurcación del camino el viejo se detuvo.
-         Todo esto está muy cambiado.  Exclamó el viejo, ¡ha de ser por aquí!
Lo mismo hizo en cada cruce y bifurcación del camino. Para ese momento ya David estaba convencido de que el viejo estaba perdido y que jamás encontrarían la mina.   En la medida que avanzaban, el camino se hacía cada vez más estrecho e intransitado.   Ya hacía bastante rato que habían dejado de ver gente y fincas.  Estaban realmente en el corazón de las montañas.   Llegaron a un sitio cercano a una quebrada en el que ya no había más camino y la vegetación no permitía el paso a caballo.
El viejo bajó del caballo, orinó, y le dijo a David: desmonta y trepa este árbol, cuando puedas ver la falda de la montaña, busca hacia el poniente una plataforma con una grúa.  Debería estar muy oxidada y cubierta por la vegetación.  Apenas David empezó a trepar, gritó emocionado, veo un trozo de guaya aquí cerca.  Pero no veo grúa.
-         Bien, ¡este es el sitio¡  afirmó el viejo con una seguridad que David no creyó.
-         Baja de allí, caminaremos.   No hay tiempo que perder, está oscureciendo.
-         Después de un breve descanso, desataron los equipos, aflojaron las cinchas de los caballos, los amarraron e iniciaron la caminata.
-         Después de un corto pero intrincado y lento ascenso, los hombres llagaron a un talud que estaba sobre una vieja plataforma de concreto en la cual alguna vez hubo una grúa y guayas.
-         Lo recuerdo con toda claridad, dijo Don Tomás, en tono melancólico.  La lluvia ha desgastado toda esta ladera. Las galerías de servicio están justo debajo de toda esta área.
-         La emoción de ambos hombres les impidió notar que ya había oscurecido.
El viejo y David estuvieron de acuerdo que para buscar una entrada a las galerías, necesitarían la luz del día, con la única linterna que tenían no era seguro. Tendremos que esperar hasta que amanezca, coincidieron.   La forma de entrar era por los canales de ventilación.   Estos canales de ventilación están repartidos por varios puntos de la mina, cuando estas tienen cierto tamaño.  Por un extremo se extrae el aire contaminado, con lo cual se crea una especie de vacío o presión negativa, la cual succiona por depresión el aire de la superficie a través de estos canales o chimeneas, y así entra el aire limpio que respiran los mineros.
Don Tomás sabía que al lado de las galerías se situaba una de estas chimeneas con una inclinación de unos 45 grados, la cual pudo haber sobrevivido el derrumbe de la mina.  De hecho, por esta chimenea habría escapado Don Tomás el día del derrumbe.  El orificio a la superficie no debía estar lejos.   Cuando Don Tomás escapó por allí, habría roto con una palanca la fina maya de acero y el cono que lo cubrían, los cuales solo permitían el paso del aire, impidiendo la entrada del agua de lluvia, los animales, la maleza y hasta los intrusos.   Don Tomás explicó a David que debían encontrar el orificio, y descender por él hasta llegar a las galerías.  Esto tendría cierto riesgo ya que el canal era bastante largo y oscuro, y podría estar derrumbado, lleno de maleza y hasta de animales e insectos peligrosos.

Entre la emoción y el cansancio, ninguno pensó que tendrían que pasar la noche en la montaña y a la intemperie.   Para Don Tomás eso no sería ningún problema puesto que ya estaba acostumbrado, pero para David esto era una verdadera calamidad.

Con el machete cortaron algunos leños secos y encendieron un fuego para ahuyentar a los mosquitos.  Limpiaron el área donde pernoctarían y acomodaron sus cosas de la forma más cómoda.   Todo fue inútil, los ruidos de la selva, el frío, la llovizna, los mosquitos, la emoción, el temor y el viejo que no paraba de hablar, se confabularon para que nadie durmiera esa noche.

Apenas asomó la primera claridad detrás de las montañas, David se levantó, se sacudió la ropa y se alejó del sitio para orinar.  A pocos pasos de allí, cuando caminaba entre los arbustos, de pronto sintió que el terreno se movía bajo sus pies, enseguida empezó a oír un fuerte crujido como de madera rajándose, y antes que supiera lo que estaba sucediendo, todo el piso debajo de él se derrumbó como si la tierra se lo estuviese tragando.  Perdió el equilibrio y cayó de espaldas 3 metros más abajo, quedando medio tapiado por tierra, piedras, raíces y trozos de madera.   Don Tomás tardó en salir de su impresión y entender lo que estaba pasando. Cuando se despejó la polvareda Don Tomás pudo distinguir en el suelo un enorme y oscuro hueco en forma de “L”, en cuyos bordes se veía una vetusta estructura de madera podrida que parecía ser una especie de techo de una galería.   David, David, David! Gritó el viejo temeroso al no ver a su amigo.
Desde dentro del hueco se escuchó la voz de David que gritaba ¡estoy bien!  Creo que me rompí la boca y tengo tierra en los ojos.   Al caer, un pesado trozo de madera le golpeó  a David en la cara, rompiéndole la nariz y el labio superior.  El viejo caminó lo más rápido que pudo hasta el borde del hueco y pudo ver en el fondo a David levantándose de entre los escombros, todo lleno de tierra y polvo, con sangre en nariz y boca.   Páseme el agua, Don Tomás, necesito lavarme.    El viejo fue por la botella de agua y se la lanzó desde arriba, junto con la linterna.
Después que se disipó el polvo y la luz del sol llagó al sitio, David, aun adolorido, pudo ver que se trataba del techo de una de las galerías que habría colapsado con su peso.   Miró a su alrededor y era un sitio como un pequeño depósito con piso adoquinado.   Hacia las paredes podía ver varios estantes de madera con muestras de rocas.  Hacia la parte más distante, logró ver una pequeña puerta de hierro.  Con detalle, David describió al viejo todo lo que veía.   El viejo en la superficie supo de inmediato que se trataba de uno de los depósitos de muestras de la mina.   Recordaba con toda claridad que este depósito comunicaba con un angosto pasillo que conducía a la galería de seguridad o bóveda del oro fundido y a la habitación que solía ocupar Don Tomás.

Esa puerta debería estar abierta, dijo Don Tomás, todas las puertas permanecían abiertas para permitir el flujo de aire.   La única que siempre permanecía cerrada era la de la bóveda.

David caminó hasta la puerta, la haló, y sintió que la puerta estaba atorada.   No estaba cerrada con llave, pero con el derrumbe quedo atascada en su marco.   Páseme el pico, dijo David al viejo, viendo hacia arriba.   Aquí está, pero quiero bajar! pidió el viejo.   Sabiendo que para salir de allí, David necesitaría una escalera, dedicó tiempo a improvisar una especie de torre más o menos firme,  con los estantes de madera en los que yacían las muestras, la cual dispuso cerca de uno de los bordes más lisos y de menor altura del hueco.  Antes de bajar, el viejo miró a su alrededor para asegurarse que no había más nadie cerca del lugar, tomó su talego y empezó a descender lentamente y con mucho cuidado, ayudado por David.   Ya dentro de la galería, David se dirigió con el pico hacia la puerta y empezó a forzarla.   Linterna en mano, el viejo alumbraba el trabajo.
Solo pudieron abrir la puerta con espacio mínimo para entrar forzadamente una persona a la vez.   Del otro lado la oscuridad era total.
Primero David con la linterna y detrás el viejo, entraron en el estrecho pasillo.   Palpando las paredes, encontraron a pocos metros el final del pasillo con una puerta a cada lado.   Efectivamente, la de la derecha estaba abierta y la otra cerrada.  Instintivamente, David entró en el lugar en el cual la puerta estaba abierta.   En un pase de luz de linterna, David pudo ver que se encontraban en una habitación.   El viejo no necesitaba luz para saber donde estaba.   En ese momento el viejo tuvo esa extraña sensación de no saber si todo aquello era real o producto de su imaginación.
Un par de camas tipo litera, un baúl de madera con una bisagra y un candado, dos sillas de madera y cuero, un pequeño escritorio, un viejo escaparate de madera y muchas fotos mohosas pinchadas en las puertas del escaparate.
El sonido mocoso de la nariz del viejo, hizo que David volviera la luz y la mirada hacia el rostro de aquél.   El viejo lloraba de la emoción, más bien por ver que sus recuerdos eran ciertos y no producto de su imaginación.   Ambos hombres se emocionaron porque si todo lo visto era real, la posibilidades de que lo del oro fuera cierto y que lo encontrarían, crecían segundo a segundo.
David golpeó con el pico el viejo candado de la caja de madera, el cual se rompió a la primera.   Abrió el baúl y en su interior observo sobres, papeles, varios estuches, ropa, una antigua cámara fotográfica, dinero antiguo y dos libros.   En uno de los estuches había una extraña y antigua bala Lefaucheux de espiga y en el otro dos llaves diferentes: una sola y otra atada a una pequeña placa de latón con números troquelados: “30.57.01.68”
-         Toma esa llaves, indicó el viejo a David, son  de la bóveda.
David entregó la linterna al viejo y cargó el pesado baúl con las pertenencias del viejo y lo colocó cerca de la puerta medio abierta del depósito, ya que el mismo no pasaba por el estrecho espacio.   Volvió con la llave a la puerta de la bóveda en donde lo esperaba el viejo orientándolo con la linterna.
La llave suelta entró suavemente en el ojo de la cerradura, señal de que era la correcta.   Durante el breve instante que tardó la llave en girar, David experimentó toda clase de sensaciones intensas.   Pensaba qué haría si el oro estaba allí, ¿cómo sería?   Era obvio que la turba de mineros de la que huía Don Tomás, no habría llegado hasta ese lugar: de lo contrario habrían saqueado y destruido todo.  Cando la llave accionó la cerradura, a diferencia de la primera puerta, ésta se abrió suavemente, ya que era una puerta blindada y pesada, con marco reforzado empotrado directamente en la roca de cuarzo.
El interior de la bóveda era mucho más pequeño que el de los otros dos recintos.  Tenía una caja fuerte empotrada en la roca, una robusta mesa de madera en el medio, estantes con cajas de madera vacías, un pequeño martillo, un aparato de hacer flejes, fieltro negro, clavitos, lápices y formatos de papel.   Sobre la mesa había un antiguo pero sofisticado equipo de balanza y una regla de cálculo.
Los hombres fueron directo hacia la caja fuerte, el viejo le pidió a David la llave con la placa, introdujo la llave en la rendija, e intentó girarla.  Luego giró la perilla hacia la izquierda – derecha – izquierda.   Después de varios intentos la llave giró y la puerta abrió.   En el interior había una pequeña caja como la descrita por Don Tomás y algo que parecía una resma de amarillentos papeles.    El viejo tomó la caja de madera pero no pudo siquiera moverla.   El peso de aquella caja indicaba que estaría repleta de los pequeños lingotes.
-Permítame, dijo David, entregándole la linterna al viejo y tomando la caja con ambas manos.   Tiró de ella sacándola de la repisa y cojiéndola firmemente.   Se volvió y la puso torpemente sobre la mesa, pisándose los dedos dolorosamente.   Tal como lo había dicho el viejo, la caja aun no estaba sellada ni precintada porque no estaba totalmente llena.   Con cuidado David retiró la tapa y antes que levantara el fieltro que cubría el contenido, Darwin le arrebató la linterna al viejo y salió corriendo hacia el pasillo, dejando a los dos hombres en la más total y absoluta negrura.    En la oscuridad el viejo sacó los fósforos de su bolsillo y encendió uno.   Los mineros siempre han dicho que cuando un material no es oro, los ojos inexpertos pueden dudar si es o no es, pero cuando sí lo es, nadie lo duda.   El reflejo de la luz del fósforo sobre la superficie de los lingotes dio el más hermoso color dorado-amarillo que habían visto.   No había duda, allí estaba todo el oro que el viejo había dicho.    En ese momento el tiempo pareció detenerse.  El silencio gobernó el momento y el fuego del fósforo quemó las puntas de los dedos del viejo.   Volvieron a cerrar la caja y de destaparon la resma de papeles que resultaron ser alrededor de 300 títulos de acciones de la NEW CALLAO GOLD MINING COMPANY LIMITED.
A tientas y a luz de los fósforos, David tomó la pesada caja y salieron al pasillo en el cual se veía la tenue luz que entraba por la puerta entreabierta de la galería.   Atravesaron el estrecho pasadizo y salieron a la iluminada galería con el techo derrumbado.   En ese momento el viejo pudo ver con claridad lo grave de la herida en el rostro de David.   Luego David tomó el talego del viejo y volvió por todas las cosas de valor que habían encontrado.   Sacaron las cosas del baúl y amontonaron todo al lado del oro.   Poco a poco subieron todas las cosas hasta la superficie, recogieron el campamento y descendieron hasta el sitio donde habían dejado los caballos la noche anterior.
Antes del medio día ya habían amarrado todo y estaban listos para emprender su regreso.
Antes que montaran los caballos, salieron de entre los arbustos los mismos dos hombres que habían visto en la posada la mañana anterior.  Uno de ellos tenía una vieja y oxidada bácula y el otro un revólver negro de corto cañón.   El que parecía menos bobo de los dos, le gritó al viejo y a David:  “Si se mueven los mato”, “tírense al suelo boca abajo”   El viejo obedeció de inmediato.   David trató de resistirse pero supo que los hombres no estaban jugando cunado el del revolver le hizo un disparo a corta distancia que inexplicablemente falló.
La impotencia y humillación fue de las peores que cualquiera de los dos hubiera sufrido.  Tendidos en el suelo y amarrados boca abajo, vieron como los bellacos se llevaban los caballos y todo cuanto había sobre ellos.
Más de media hora tardó David en liberarse las manos.  Con el orgullo maltrecho, la cara aporreada y las muñecas laceradas, liberó al viejo y se pusieron de pie.   Ninguno quería comentar lo sucedido.  Pasaron de ser ricos a pobres de nuevo en cuestión de segundos.   Era el mejor ejemplo de que la riqueza no labrada se puede perder en un instante.   La pérdida de la labrada puede tardar un poco más.
Ya no habían más cosas de valor en en interior de la mina que justificaran el regreso a la misma.   Los hombres no tenían otra opción que comenzar a caminar de regreso al pueblo.   Salir de la montaña a pié, les tomaría horas de caminata, lo cual no era bueno para las curvas rodillas del viejo.
Sin pérdida de tiempo iniciaron la marcha.  Al poco rato vieron venir al mono con la botella de agua abrazada, la cual robó a los ladrones.   El mono pidió al viejo que le destapara la botella y todos bebieron el agua hasta acabarla.
Después de varias horas de camino, los hombres comenzaron a encontrar tirados en el suelo los objetos que los asaltantes consideraron de poco valor.   Con intervalos de 30 a 50 metros iban encontrando, la regla de cálculo, los objetos del baúl de Don Tomás, el fieltro, los papeles, las fotos, inclusive los libros.  Una cosa sí era cierta, los ladrones iban botando lo que no les interesaba y recorrían la misma ruta.
David recogió del suelo el libro que estaba menos roto.   Era un viejo libro escrito en francés, llamado “Le Discours de la Méthode” (“El Discurso del Método”), escrito en 1637 a los 40 años por René Descartes (1596-1650).
Tan pronto lo abrió para hojearlo, cayo al suelo una vieja y asepiada fotografía cuidadosamente envuelta en papel celofán, la cual dejó a David petrificado.
-           Un momento, dijo David con cara de incredulidad ¿cómo llegó aquí la foto de mi abuela Sarito? preguntó al viejo, mostrándole la foto de una hermosísima mujer antañona.
-         Te equivocas, dijo el viejo, esta diosa no es tu abuela, esta es Daila, Daila del Rosario, dijo el viejo con una luz en la cara que alumbraba más que la luz del sol.
-         Don Tomás, esta es mi abuela, tengo una foto exactamente igual a ésta entre mis cosas, dijo David con total seguridad.
De pronto, ambos hombres se quedaron mirándose con asombro, no se atrevían a decirse lo que estaban pensando.   Les bastó un instante para atar todos los cabos sobre las conversaciones que tuvieron desde el día que se conocieron.
-         Don Tomás, mi abuela se llamaba Sarito, dijo apresurado, pudo haber sido por “Rosarito”.
La emoción se apoderó de los hombres, ambos supieron que la posibilidad que Daila o Sarito, eran la misma persona y que habría una cierta posibilidad de que el viejo y David fuesen nieto y abuelo.
De pronto, dejó de importarles todo lo que horas antes habían perdido.   Ambos hombres se abrazaron y lloraron por largo rato.   Un carnaval de sentimientos se mezclaron en ese momento: estaban totalmente aturdidos.
Ambos hombres estuvieron durante los siguientes kilómetros interrogándose mutuamente sobre la historia que los unía.
Luego, David siguió hojeando el libro en busca de más fotografías, pero en lugar de eso, encontró en la solapa de la contratapa, un pequeño sobre con una vieja e insignificante estampillita de dos centavos, de color azul.
-         Se ve vieja, dijo David mostrando la estampilla a Don Tomás, aquí dice 1851.
-         ¿Tendrá algún valor? Se preguntó, echándosela al bolsillo.
Cansado de caminar, Don Tomás pidió que se sentaran bajo la agradable sombra de un inmenso aceite que estaba a la vera del camino.   Cuando se sintió relajado, Don Tomás comenzó a recordar que su padre le había pedido en todas sus cartas que le devolviera aquél viejo libro.   Nunca entendió por qué tanta insistencia con lo del libro.    Don Tomás había leído el libro dos veces, pero nunca advirtió que aquél pequeño sobre estaba adherido al interior de la solapa de la tapa del libro.    ¿Sería esa la causa no revelada de la obsesión de su padre por aquél libro?
-No la pierdas, dijo el viejo a David, por si acaso.  Cuida que no te la quite el mono.
Luego de varias horas de caminata, llegaron a una vía de vehículos mineros, en la cual fueron recogidos por una camioneta que iba hacia el pueblo.
Más nunca volverían a ver a los asaltantes ni los caballos ni el tesoro.
El regreso fue aún más accidentado y menesteroso que la ida.
De vuelta en Ciudad Bolívar, los hombres llegaron a la isla, hambrientos, sucios y sin dinero, pero inmensamente felices de tenerse uno al otro.  Allí los esperaban ansiosos Sosa y Cacán.   Los hombres se habían embarcado en una aventura en busca de un tesoro y lo habían encontrado.   A su edad, el viejo había encontrado algo mejor que el oro, su Dorado, su único nieto, su único familiar vivo.   Por su parte, David había encontrado a un verdadero y sabio amigo, alguien que lo había tratado con infinito afecto, desinterés  y respeto aún en su peor momento.

V. Lo que ocurrió después.
Parece genuina! Exclamó el profesor Georgios Niki al ver con su lupa la estampilla.   Esta pieza debe valer una fortuna, sentenció aquél viejo griego experto en filatelia, mientras contemplaba maravillado lo que resultó ser una auténtica  “Misioneros” de 1851, originaria de Hawai,  EEUU y valorada en más de dos millones de dólares.   Se le dio ese nombre porque se las utilizaba en la correspondencia que enviaban los misioneros que evangelizaban para esa época en esas islas.
La estampilla era una verdadera rareza, tanto que solo se sabía de la existencia de apenas cinco de ellas en todo el mundo.
Al poco tiempo, ayudados por el experto, el viejo y David hicieron vender la estampilla en una casa de subastas en New York y se embolsillaron un precio récord.

El viejo no quiso dinero para sí, pero Davíd aparte de invertir con inteligencia buena parte del dinero en un próspero y sólido negocio de transporte, colmó al viejo de comodidades, placeres y amor de nieto hasta el último de sus días.   El viejo nunca abandonó su isla. FIN.