EL
DORADO DEL ERMITAÑO
ESCRITO POR ANDRÉS I. IZQUIERDO
G.
ENTRE AGOSTO DE 2002 Y
SEPTIEMBRE DE 2010
Dedico este libro a la memoria de mi gran amigo
GEORGIOS GIANICOPULOS.
Ejemplo
de disciplina y genuina amistad.
El Dorado del Ermitaño.
I.
Don Tomás, el Orinoco y El
Degredo.
Por el color
de sus glúteos, se podía saber que Don Tomás era un hombre blanco, porque el
resto de su cuerpo estaba completamente curtido por el sol tropical que
calienta durante casi todo el año al gran río Orinoco en el corazón de
Venezuela. Este río nace en el cerro
Delgado Chalbaud, en la serranía Parima, ubicado al Sur del Estado Amazonas. La
cuenca del Orinoco es muy extensa, la mayor parte queda en territorio
venezolano, mientras que el resto queda en territorio colombiano. Su curso
dibuja un gran semicírculo al cual le tributan el Guaviare, Atabapo, Meta, Apure y Caroní,
entre otros 200 afluentes, desembocando en el Océano Atlántico. El Orinoco divide a Venezuela prácticamente en una mitad
Norte y otra Sur. Casi al frente de la
ciudad más grande y antigua que primero visita el río –Ciudad Bolívar-, se
forma una pequeña y fértil isla llamada “El Degredo”. Su peculiar nombre se debe a que por muchos
años sirvió de depósito de leprosos.
Así es, en tiempos de epidemias a los leprosos y enfermos contagiosos se
les aislaba en El Degredo para que no contagiasen a las demás personas. Algunos morían de mengua en la isla y eran
enterrados en tierra firme. Jamás se
lanzaron los cuerpos al río por temor de contaminar el agua río abajo. Aquéllos pocos quienes sanaban, podían
regresar a casa en la ciudad. En otras épocas, las autoridades
sanitarias también utilizaban la isla para hacer cuarentar los barcos
procedentes de puertos afectados por brotes epidémicos. Hasta el siglo XIX se
recibía a los viajeros procedentes de Europa y las Antillas.
Antes que lo
hiciera Don Tomás la isla fué habitada por una solitaria mujer llamada Angelina
Rosa, quien se consideraba dueña del lugar.
Desde el
centro de la isla hasta la orilla Sur del río, en tierra firme, hay apenas unos
600 metros. El Puente Angostura está unos 3,6 km río arriba. Este puente de acero y pilas de concreto
modificó para siempre el paisaje que desde la isla contemplaba Don Tomás cada
atardecer. El Puente Angostura fue
inaugurado el 6 de enero de 1967 por el presidente Raúl Leoni. Comenzó a
construirse con la colocación de la primera piedra el 19 de diciembre de 1962,
por el presidente de la época Rómulo Betancourt. Al momento de su finalización
era el noveno puente colgante del Mundo y primero de Latinoamérica. Casi el mismo tiempo que vio Don Tomás la
puesta del sol sin puente, la vió luego con puente, en realidad ya no sabía
cual vista era más familiar, en fin, la sobrecogedora puesta del sol sobre el
gran Orinoco siempre producía en Don Tomás la misma sensación de melancolía,
soledad y, en especial, un sentimiento de que todas las puestas de sol aunque
eran casi iguales en cada época del año, no podía evitar mirarlas de principio
a fin y durante ese tiempo reencontrarse
con los recuerdos de su juventud.
Dependiendo de la época del año y del punto de la isla donde se parara
el viejo, podía ver el poniente perfectamente alineado con el centro del
puente. Era fantástico ver por unos pocos segundos al sol naranja
acostado en el chinchorro del puente colgante. Era casi un hábito adictivo
para el ermitaño.
En el trópico,
los días y las noches casi siempre son iguales, solo se diferencia la temporada
de lluvias y la temporada de sequía, la temporada de calor y la de más
calor. Pero para quien vive en una
isla como El Degredo, el asunto de las lluvias cobra una especial importancia
porque en invierno el nivel del río sube drásticamente y cubre mas de la mitad
de la superficie de la isla por varias semanas y en verano la situación es a la
inversa. En tiempos de sequía, la isla podía medir más de un kilómetro de lago
por casi trescientos metros de ancho. En época de lluvia, la superficie
se reducía a poco más de una hectárea.
A sus 92 años,
la vida de había enseñado muchas cosas a Don Tomás; tenía una especial
percepción sobre las personas, sus miserias y sus virtudes, sobre la
naturaleza, sobre la riqueza y la pobreza, sobre el éxito y el fracaso, así
como sobre cosas mas terrenales como el dolor, el miedo, la soledad, la
enfermedad, así como sobre las antítesis de estos sentires, y, lo más
importante, cuándo sembrar las plantas de patilla, tomate y maíz, para que el
condenado río no se le meta en el conuco y le arruine su siembra.
Don Tomás no
vivía completamente solo en la isla, le acompañaban un ocurrente y viejo perro
color canela llamado “Sosa”, el cual era más bien de tamaño mediano y bastante
flaco por ser casi vegetariano; un cleptómano, desobediente y travieso mono
capuchino, llamado “Darwin” –en realidad su nombre completo era Charles Darwin,
pero como siempre había que regañarle, se hacía mas corto gritarle solo por el
apellido-; y un viejo loro parlanchin llamado “Cacán”.
El viejo creía
en Dios más por costumbre que por convicción, era muy práctico y le gustaba
mucho leer. Alguna vez leyó, obligado
por su padre, varios libros de algunos filósofos griegos, de los cuales
aprendió unas pocas máximas de la más sana lógica humana que le servirían para
amalgamarlas con sus propias experiencias y así formar su propio manual sobre
el bien y el mal. El mérito estuvo en
haber leído obligado unos viejos libros, más que traducidos, interpretados del
griego antiguo al inglés, y haber comprendido aunque sea algunas ideas y
conceptos de estos visionarios pensadores.
Por años pensó que si algún día fracasaba por completo, tomaría la idea
de Descartes, de eliminar todas sus propias ideas y paradigmas, y adoptar las
de quienes él pensaba que eran personas exitosas.
Esto jamás lo
hizo porque más tarde descubriría por sí mismo que nunca se produce un fracaso
completo; siempre quedan escombros sobre los cuales reconstruir. De esos escombros está formada la mayor parte
de las experiencias. Hay más
aprendizaje en los fracasos que en los éxitos.
Don Tomás
estaba muy lejos de ser una persona ignorante; a la temprana edad de 21 años
obtuvo un título universitario de ingeniería de minas en la “University of Cape
Town (UCT)”. Esta es una
universidad pública localizada en Cape Town en Sudáfrica, fundada 1829 como el South African College. Hablaba perfectamente el Inglés británico -su
lengua nativa-, francés, español, un poco de zulú y hasta un divertido juego de
habla codificada llamado jerigonza. Vivir
y estudiar en Sudáfrica dio a Don Tomás mucha facilidad para los idiomas, ya
que en ese país se hablan once lenguas oficiales, estando entre ellas el Inglés
y el Zulú, siendo éste último el más hablado en los hogares. En Londres se graduó de ingeniero hidráulico
a los 23 años y ocho meses después culminó con éxito un entrenamiento como
explosivista en una importante compañía Francesa que entrenaba gente de
remplazo para trabajar en las perforaciones y voladuras de rocas en el canal de
Panamá. Tenía además una innata
capacidad para interpretar cualquier instrumento de cuerdas que cayera en sus
manos.
A los 25 años, cansado de obedecer las
constantes órdenes, manipulaciones y rigores de su acaudalado padre, el joven
Tomás aceptó una oferta de trabajo que le hizo una compañía minera que necesitaba
técnicos para la excavación de varias minas subterráneas de oro en el Sur de
Venezuela. La compañía era la NEW CALLAO
GOLD MINING
COMPANY LIMITED. Cuando nuestro
inmigrante se alejaba en un vapor del muelle del puerto de Southampton,
Inglaterra, el mismo de donde años antes había zarpado el TITANIC, jamás
imaginó que nunca volvería a ver una puesta de sol desde Europa ni África.
Don Tomás era
un hombre de mediana estatura, bastante encorvado, de ojos claros y verdosos
con marcadas trazas y el poco cabello que le quedaba era bastante largo y
completamente canoso. Era delgado, con
la piel muy tostada y arrugada, e inexplicablemente tenía su dentadura casi completa,
salvo por cuatro muelas de oro y un colmillo ennegrecido que le quedó como
recuerdo de una paliza que le dieron dos mineros por un problema de
faldas. Cuando debía tener algún
indeseado contacto con personas, solía cubrir su calva con el cabello que le
crecía por los lados. Harto de la
esclavitud de las rasuradoras, el viejo depilaba su cara con un producto
natural que crece silvestre en El Degredo, llamado localmente “Coco e’ mono”,
que es una especie de fruta parecida externamente al níspero, usada desde
antaño por los indios para eliminar el vello indeseado. Vivía con muy poco, del reino vegetal, él y
sus mascotas, incluyendo a Sosa, se alimentaban principalmente de yuca, mango,
lechoza, patilla, auyama, tomate y maiz,
mientras que del reino animal se conformaban con bagre, camarones, iguanas,
gallinas y huevos.
El ermitaño se
veía más extraviado que cansado, y, a decir verdad, a pesar de su asolada
piel, lucía mucho más joven de lo que
realmente era. Rara vez usaba camisa o
sombrero y siempre calzaba unas desgastadas alpargatas con suela de cuero. Aún tenía fuerzas suficientes para pescar,
labrar, sembrar y cosechar. Hacía
tiempo que Don Tomás ya no se atrevía a cruzar remando en su pequeña curiara
desde la isla a la otra orilla del río; porque temía que alguna corriente le
arrastrase río abajo o algún remolino le volcase junto con su inestable
embarcación. De una cosa sí estaba
seguro: no tenía deseos de morir, eso
lo dejaría para lo último. Aunque
sabía nadar, evitaba tener mucho contacto con los chorros del caudaloso río, y
ya no pescaba desde la curiara sino que lo hacía en los remansos desde la
orilla de la isla. Ahora se conformaba
con hacer trueques con los pescadores y navegantes que ocasionalmente visitaban
la isla; cambiaba huevos por café, mazorcas por sedal y anzuelos, patillas por
ron, tomates por velas, estropajos por conchas para su escopeta, flores secas
de loto por baterías para su radiecito; y lechozas por fósforos. No usaba lentes ni medicinas.
Apenas llegó a
Venezuela, Don Tomás aprendió a tocar el cuatro, lo cual le sirvió para
cortejar las bellas mujeres que nunca le faltaron. No solamente aprendió a hablar
perfectamente el español, sino que
además copió el acento y los modos campiranos como se habla en el sur de Venezuela. En realidad, de no ser por el color de sus
ojos, nadie sospecharía que el viejo era de origen extranjero. Le gustaba atesorar y contemplar viejas
fotos, tenía muy pocas pertenencias y no era, desde luego, propietario de la
isla donde desde hace tantos años habitaba.
Su casa era los restos de la abandonada
estructura que alguna vez se construyó para albergar a los
leprosos. Desde que llegó a la isla
jamás nadie le cuestionó su derecho de ser el único habitante. Tampoco alguien se interesó jamás por vivir
en élla, con o sin Don Tomás.
Don Tomás
siempre gozó de buena a salud, salvo por una enfermedad que marcaría su vida
para siempre.
Una
especie de trastorno mental que le confundía constantemente. No era capaz de
distinguir si ciertos hechos de su memoria eran reales o imaginarios.
Esto siempre constituyó un grave problema para Tomás. Esta condición lo
llevó poco a poco al aislamiento, ya que muchas veces quedaba ante los demás
como un loco de atar. Podía contar con tanto detalle y emoción, tanto una
historia falsa como una verdadera. No lo hacía de mala fe ni porque fuera un
embustero, simplemente se registraban en su mente con la misma fidelidad.
II.
El encuentro
con David.
Esa tarde
oscureció más temprano que cualquier otro día. Era raro ver ese tipo de atardeceres en los
cuales la oscuridad llegaba de súbito. Antes
del anochecer Don Tomás había visto varios troncos de regular tamaño flotando
río abajo. El río suele arrastrar todo
tipo de cosas extrañas y plantas de todo tipo, ya no le extrañaba ver pasar los
más exóticos arreglos florales compuestos por orquídeas, flores de bora, raíces
de curiosas formas, espumas de varios colores, mariposas, serpientes y hasta
asustados mamíferos a bordo de estos circos flotantes; de hecho, Darwin había
llegado a la isla en primera clase de uno de ellos. Nunca faltaba la basura y los desperdicios
sólidos y líquidos provenientes de las ciudades del río arriba. Minutos antes del anochecer, con los
últimos rayos de luz, Don Tomás había visto pasar río arriba una veloz
embarcación que navegaba por un canal distinto al que normalmente utilizan los
navegantes experimentados del río. El
hecho le llamó la atención pero no le prestó demasiada importancia.
En su primer
patrullaje de la noche, Sosa se acercó a la orilla y vio entre la paja a un
humano que yacía inanimado. Pensando
que a Don Tomás podía interesarle el hallazgo, partió corriendo y ladrando lo
más fuerte que pudo, con tan mala suerte que no vio una raíz que sobresalía en
su camino con la cual se enredó y cayo de hocico en un charco de barro negro
que le esperaba al final de su caída.
Patinando y resbalándose logró reanudar su desenfrenada carrera. Cuando Don Tomás le vio llegar con aquel
escándalo y con el hocico lleno de barro, le preguntó:
-Qué pasa,
Sosa? ¿Cayó otra iguana?
-Guau!
Guau! -Ambos sabían que dos “guau”
significaba “no”-.
El pobre Sosa
nunca pudo aprender a comunicarse con Don Tomás más allá de un “si” o un
“no”. Era realmente difícil
familiarizarse con ese extenso idioma “franinglesñol” que le hablaba Don Tomás. Por supuesto que a Darwin se le hacía aún
más difícil.
El mensaje de
Sosa no guardaba relación con ningún otro que antes le hubiera transmitido, por
ello Don Tomás consideró conveniente seguir al inquieto can para ver de qué se
trataba. Al acercarse a la orilla, el
viejo pudo ver claramente el motivo de la angustia del perro. Pausadamente –como siempre actuaba Don Tomás-
se acercó a la persona que yacía sobre la paja, con dos tercios de su cuerpo
dentro del agua y el resto afuera.
Enseguida supo que el hombre debió llegar vivo a la orilla porque de
otra forma todo el cuerpo estaría dentro del agua y boca abajo. Se acercó después de ordenar al perro que
dejara el escándalo, se arrodilló al lado del cuerpo y comenzó a examinarlo. Sintió un gran alivio cuando confirmó que el
hombre estaba vivo y con heridas pequeñas.
Parecía que lo mas grave que tenía el hombre era un cansancio del cual
tardaría un buen rato en recuperarse.
El hombre era grande y robusto, por lo que Don Tomás estimó que no
podría moverlo de ese sitio ni mucho menos trasladarlo hasta la casa. Tampoco podía dejarlo como estaba mientras
pedía ayuda porque no sabía cuanto podría ésta tardar. Al viejo no le gustaba siquiera acercarse a
la orilla por las noches. Así que
decidió arrastrarlo fuera del agua y ponerlo lo más cómodo posible. Regresó a la casa y trajo agua del tinajero,
parches de sábila, una manta y unos zapatos grandes que alguna vez un borracho
dejó olvidados en una visita a la isla.
Lo de la manta y los zapatos era porque el hombre estaba completamente
desnudo y necesitaría, cuando se levantara, calzarse para poder caminar el
pedregoso tramo desde la orilla donde lo había encontrado hasta la casa. Don Tomás improvisó un colchón de paja
sobre el cual volteó al hombre boca arriba, lo lavó con agua limpia, puso la
sábila sobre las heridas y le dio de beber.
Cuando el hombre recuperó el aliento, preguntó:
-¿Dónde está
mi hijo? ¿Ya lo encontraron?
-No lo sé,
respondió Don Tomás. Al único que
encontré fue a ti. ¿Tu hijo estaba contigo?
-Sí, también
estaba en la lancha. No pude verlo!
-Qué te pasó?
Preguntó el viejo.
-Chocamos,
contra una pila del puente. Traté de
esquivar un tronco que bajaba flotando pero la corriente nos desvió contra la
pila. La lancha se partió y se hundió
en un instante. Me duelen las rodillas
y los codos!
-¿Puedes
caminar?
-No lo
sé. Respondió el adolorido hombre. No me ayude a mí, por favor busque a mi
hijo!
-Buscaré por
toda la orilla de la isla. Vamos Sosa!
Al cabo de
unos 25 minutos volvió el viejo al sitio donde había dejado al hombre, primero
llegó el perro y luego él; llegó por el lado opuesto al cual había partido.
-
Despierta! le dijo el viejo al
hombre. No lo encontré. ¿Quién más sabe que naufragaron?
-Temo que
nadie más. Botamos la lancha en un
sitio donde nadie nos vió.
-¿Cómo te
llamas?
-David,
respondió el hombre, ... y usted?
-Soy Tomás,
vivo sólo, aquí. Necesitaremos ayuda
ara encontrar a tu hijo.
-Ayúdeme a
llegar a donde pueda pedir ayuda, rogó David.
-No es fácil salir
de aquí, esto es una isla. Tengo una
curiara que puede con una sola persona y ninguno puede remar.
-Esta isla,
cuál es?
-El Degredo.
-Claro, la
corriente debió arrastrarme hasta aquí.
Cuando el
hombre pudo ponerse en pié, cojeó hasta la casa ayudado por Don Tomás. Sabiendo que no había nada que hacer hasta
la mañana, ambos hombres permanecieron en la casa, no sin antes hacer otro par
de rondas durante la noche en búsqueda de Aurelio, el hijo de David que apenas
tenía ocho años.
Durante toda
la noche ambos hombres permanecieron sin dormir. Sentados en el frente de la casa, viendo la
orilla del río. David no dejaba de
lamentarse por la suerte de su hijo y Don Tomás trataba de consolarle. Muchas reflexiones hizo David en voz
alta. De lo primero que se arrepintió
fue de hacer siempre las cosas con prisa.
Esa tarde le habían entregado su nueva lancha y quiso estrenarla de
inmediato, no le importó la hora, la poca luz del día, su inexperiencia, los troncos
en el río, nada le importó, lo único que deseaba era probar la potencia de su
nueva máquina. Recordó que lo único
sensato que había hecho era ponerle a su hijo un chaleco salvavidas, pero no
por iniciativa propia sino porque al muchacho la habían gustado los colores de
uno muy vistoso del que se antojó en la tienda náutica.
-Estoy
cosechando mi siembra, reflexionó David.
Si no encuentro a mi hijo, habrá desaparecido por culpa mía!
El viejo no
trató de evitar que el hombre de culpara una y otra vez por lo ocurrido,
simplemente lo dejó hablar y expresar todo lo que sentía. El viejo había aprendido desde muy temprano
a no dar consejos a quien no se los solicitaba. En ese momento el viejo pensó que el hombre necesitaba
más ser oído que aconsejado.
Con la primera
luz de la madrugada, casi al mismo tiempo los hombres vieron a Sosa levantar
las orejas, oyeron el sonido de una lancha que remontaba el río y luego
distinguieron la imagen de una curiara de pescadores que pasaba cerca de la
isla. Desesperadamente hicieron ruido y
señales para llamar la atención de los pescadores. Darwin no entendía lo que estaba sucediendo
pero se sumó al acto del ruido y las señales.
Al acercarse los pescadores, quienes por supuesto conocían a Don Tomás,
éste les pidió el favor de llevar a David hasta la ciudad para que buscara
ayuda y emprendiera el rescate de su hijo.
Con una brevísima despedida y agradecimiento, David abordó la curiara
vestido con ropa vieja y apretada de Don Tomás.
A la mañana
siguiente Don Tomás se enteraría por la radio que David había encontrado el
cadáver de su hijo atrapado dentro de la lancha en el fondo del río. El salvavidas de nada le sirvió porque murió
en el momento del accidente. La
noticia le produjo mucha tristeza a Don Tomás, quien había sentido una especial
compasión por aquel insensato hombre.
Uno tras otro
transcurrieron los siguientes días sin que Don Tomás tuviese noticias de
David. Algo extraño en aquél hombre
habría hecho que se quedara fijo en la mente del anciano. Durante la noche que pasó al lado del náufrago,
éste le habría contado muchas cosas de su vida al viejo y éste veía encarnado
en Davíd muchas de las miserias y errores humanos de los cuales el viejo había
pasado tantos años tratando de deshacerse.
Durante los días
y los meses siguientes al episodio de David, el viejo reflexionó sobre la prisa
y el afán, encontrándole cada vez más más sentido a las dos grandes piezas del
refranero criollo: “el tiempo de Diós es perfecto” y “del apuro solo queda el
cansancio”. No por ello olvidaba Don
Tomás la importancia del sentido de la oportunidad, las ventajas de ser
previsivo y no dejar para mañana lo que se pudiera hacer hoy. Recordaba el viejo con mucha claridad que
la mayoría de las oportunidades que dejó pasar, se veían mucho más claras
cuando se iban que cuando venían.
Lo que más
perturbaba a Don Tomás era como aquél desafortunado hombre no habría tenido
para con él la delicadeza de al menos volver a la isla para informar al viejo
personalmente sobre el destino del niño que por tantas horas ambos estuvieron
buscando. En realidad el viejo no
esperaba ninguna recompensa, puesto que sentía que no había hecho nada heroico por David, más bien quería volver a verlo y saber si había superado la dolorosa
pérdida de su hijo. Quizá erraba el
viejo al creer que David habría sentido por él la misma empatía.
III. El
regreso de David a El Degredo.
Cierto día,
mientras Don Tomás dormía una siesta en su chinchorro de moriche, Sosa rompió
el silencio de la tarde con súbitos ladridos.
Ya Sosa no era tan joven y
ladraba acostado, apenas levantando la cabeza.
El problema es que lo hacía justo debajo del chinchorro donde dormía el
viejo, causándole cada vez el mismo sobresalto. Ya era una rutina: ladrido, regaño, ladrido,
regaño, bla, bla bla… Se acercó con
lento andar una persona a quién Don Tomás reconoció de inmediato.
Buenas…. ¿Cómo
está Don? Gritó el joven mientras se acercaba.
- ¿Se puede? Inquirió el recién llegado.
- Siga mijo,
siga, asintió el viejo mientras se paraba del chinchorro con un práctico movimiento
que practicaba. Consistía en mecerse
con los piés, hasta que el chinchorro oscilaba a una altura a la que el viejo
podía salir caminando verticalmente.
- ¿Se acuerda
de mí? Nos conocimos el año pasado. ¿Se
acuerda? El del accidente de la lancha.
No había peor insulto para Don Tomás que lo trataran como a un viejo,
presumiendo y dando por descontada su senilidad.
-Claro que te
recuerdo! Asintió el viejo. Supe lo de
tu hijo. Lo sentí mucho por tí y por él.
-No tiene caso
don, eso ya pasó!!! Más bien estoy
tratando de olvidarlo.
El viejo
enseguida notó que David no recordaba su nombre y de inmediato se la puso fácil:
llámame Tomás!!! Le autorizó. Aunque
David era el típico patán, por alguna extraña excepción, éste insistió en no
tutear al viejo.
Era ostensible
el mal aspecto que tenía David.
Exhalaba fracaso. Su tono de
voz, su postura, el descuido de su cabello, la notoria falta de un diente y la
debilidad de su mirada, en fin su lenguaje corporal le dejó saber enseguida al
viejo que las cosas no andaban nada bien.
-
Pensé
que ya no volverías por aquí. Ha pasado
bastante tiempo desde la última vez.
-
Así
es Don Tomás, así es. Lo pensé mucho
antes de venir. Después del accidente
quise venir, pero una serie de chascos me fueron sucediendo y lo postergué una
y otra vez. Después de un tiempo ya me
dió vergüenza y prefería evitarlo antes que encarar mi inconsecuencia.
-
No
importa, mijo, siempre eres bienvenido.
No necesitas darme excusas ni explicaciones. Me complace mucho tu
visita. Don Tomás sabía que los
reproches, sobre todo si son fundados, solo alejan a la gente.
-
Tenía
muchos deseos de hablar con alguien sabio y pensé en usted, dijo David. He recordado la densidad de las cosas que me
dijo aquella noche y creo que usted es la persona indicada para pedirle
consejo. ¿Tiene tiempo para que
conversemos? Preguntó.
-
Voy
a colar, ¿quieres un guayoyo? preguntó
el viejo, sabiendo que la visita no sería corta.
Don Tomás hacía
el café en un pequeña olla de peltre.
Ponía a calentar agua en su cocina de leña, lego ponía un par de
cucharadas de café molido dentro del agua y cuando hirviera la sacaba del
fuego. Luego lo colaba en una manga de
tela de algodón. A veces, cuando había, lo endulzaba con unas goticas de
miel. Lo servía en taparitas.
Mientras el
viejo preparaba el café, David le contó que después de la muerte de Aurelio, su
matrimonio con la madre del niño se había complicado. Adriana Isabel, su esposa, le culpó por la
muerte del niño, lo cual les arruinó su frágil relación.
Al poco tiempo
de haber perdido al niño, David también perdió todo su dinero. Era un hombre que había logrado acumular
cierto capital haciendo negocios especulativos y valiéndose de hipócritas
relaciones con funcionarios públicos corruptos.
Cuando estuvo
haciendo labores de rescate de su lancha, conoció a un viejo funcionario
responsable de las actividades acuáticas en el río Orinoco, quien lo convenció
de asociarse para una extraña empresa.
El funcionario le explicó que en su despacho tenía el informe completo
de la Universidad de Oriente, sobre la ubicación exacta de la chalana “La Múcura”
hundida cerca de “La Piedra del Medio” con una valiosa carga, el 27 de febrero
de 1952. El “negocio” se trataba de
contratar equipos y personal especializados para buscar y rescatar del fondo
del río los restos de uno de los vehículos que viajaba en esa chalana, dentro
del cual se aseguraba que viajaba un enorme cargamento de oro puro extraído de
las minas de El Callao. David pondría
el dinero necesario y el funcionario pondría el papeleo y sus contactos para
que les permitiesen hacer el rescate sin ser molestados, luego se repartirían
las ganancias del rescate.
Mientras el
viejo escuchaba atentamente el relato de David, no podía contener una risita
burlona que comenzaba a molestar a David. De no ser por los resultados que
luego David contaría a Don Tomás, éste se habría burlado del incauto joven.
El negocio era
simplemente maravilloso: con la tajada que le tocaría a David, éste se
capitalizaría y se retiraría joven y rico.
No obstante, las leyes del universo son definitivamente invariables; y,
como era de esperarse, casi tan pronto como David le entregó todo su dinero al
funcionario, éste fué sorpresivamente removido de su cargo y jamás volvió a
saberse de él ni del dinero.
Ya sin dinero,
la esposa de David tuvo la excusa que le faltaba para dejarlo definitivamente,
llevándose consigo las pocas cosas de valor que le quedaban. Bastaron un par de abogados tramposos para
dejarlo literalemente en la calle.
-
Lamento
lo que te ha sucedido, pero no podía ser de otra forma, sentenció el
anciano. ¿Por qué has venido? preguntó.
-
Lo
he perdido todo! se lamentó David. Por
eso pensé que alguien que vive solo y sin dinero como usted, podría darme la fórmula
de cómo sobrevivir y ayudarme a alejar sentimientos autodestructivos.
-
No
sé por dónde empezar!!! dijo el viejo sin angustia y con absoluta confianza de
que podría hacer mucho por aquél hombre.
-
Lo
que te ha sucedido es producto de tu inmadurez, prosiguió el viejo. Pero no he de juzgarte. Todos lo somos en
mayor o menor medida y nadie aprende por experiencia ajena. Lo contrario haría la vida totalmente
aburrida. Lo primero que debes saber es
que esa aventura del rescate del naufragio de “La Múcura” habría sido de todas
maneras un absoluto fracaso.
-
¿Por
qué lo dice con tanta seguridad? Interrumpió David.
-
Porque
conozco con todo detalle la tragedia de esa chalana, yo estuve allí, dijo el
viejo.
La afirmación
del viejo captó la total atención de David, quien se puso en alerta para descubrir
si el viejo le estaba mintiendo.
-
Si
hubieras revisado solo un poco la historia del naufragio no habría caído en esa
trampa cazabobos, continuó el viejo.
Cuando la gabarra se hundió, viajaba desde Soledad hacia Ciudad Bolívar. Con ese solo dato hubieras podido advertir que
en este país el oro viaja en dirección Sur-Norte y no al revés. Nadie transporta cantidades importantes de
oro hacia el Sur. No te parece?
-
Me
confié de Bermúdez, se excusó, David.
Parecía conocer bien la historia y nunca se me ocurrió preguntarle algo
tal elemental.
-
Lo
del oro fue puro cuento, exclamó el viejo.
Nunca hubo tal oro. Lo sé porque
todo se trató de una farsa para engañar al seguro de la empresa de chalanas. Todo lo demás sí lo fué, inclusive el ataque
del monstruo del río!
Hubo un
silencio momentáneo.
-
¿Qué?
Preguntó el viejo al ver la cara de incredulidad de David. ¿A poco no me crees?
En ese momento
sucedió algo mágico. David estaba seguro
que el viejo estaba punto de comenzar a mentirle pero no le importó, más bien
quería que el viejo continuara con aquel relato de fantasía. La voz del viejo lo tranquilizaba y, sin
darse cuenta, había dejado de pensar en todo cuanto lo había estado
atormentando los últimos meses.
Comenzó el
viejo su relato, el cual era más que claro que no era la primera vez que
contaba esa historia.
-
Me
tocó a mí viajar al puerto de La Guaira a retirar unos equipos y maquinarias
que se habían comprado para la mina.
Organicé un convoy de tres camiones de plataforma para cargarlos en la
aduana y trasladarlos hasta El Callao.
Para esa época el Orinoco se cruzaba solo navegando, el Puente Angostura
no entraría en funcionamiento sino hasta enero de 1967. De regreso, en el puerto de Soledad,
abordamos con todo el convoy la chalana
“La Múcura”, la cual era bastante grande y su casco era de acero, tenía 20
metros de eslora, 0,87 de calado y 50 toneladas de capacidad, se construyó en
el Astillero La Trinidad del ingeniero francés constructor de chalanas Alberto
Minet (relacionado con la construcción de
los muelles de Matanzas, de la Iron Mines, Cementos Guayana y las bases del
muelle de Pampatar). El peso de los
camiones se colocó cuidadosamente balanceado
en el centro de la chalana. De
hecho, tuvimos la necesidad de montar y bajar varias veces los camiones,
cambiándolos de posición. Eso sucedió
antes de las 2 de la tarde del día miércoles 27 de febrero de 1952, en
carnaval. Esa tarde hacía muchísimo
calor y el cielo estaba totalmente despejado.
El río estaba en un nivel bastante bajo, tan bajo que el agua se veía
verdosa. Cuando el río está alto por
las lluvias su color es un marrón turbio muy clarito, pero en verano se torna
más transparente y verdoso. Tan pronto
la chalana estuvo cargada, zarpó hacia la otra orilla. Para compensar la corriente, las chalanas no
navegaban perpendiculares al río, sino con cierta inclinación corriente arriba,
pasaban entre la Piedra del Medio y la isla El Degredo, para luego dejarse
arrastrar por la corriente hasta el sitio del desembarque. Yo me encontraba parado sobre la rampa de
acceso de vehículos. Justo cuando
pasábamos sobre una de las fosas más profundas de ese sector del río, pude ver
debajo de la superficie del agua una enorme silueta oscura moviéndose hacia la
chalana a gran velocidad. Inmediatamente
se sintió un violento golpe de abajo hacia arriba, acompañado de un
ensordecedor ruido de metal retorciéndose.
Toda la parte de babor se elevó como una explosión, arrastrando a todos
los vehículos hacia estribor. En ese
momento caí al agua y fue cuando pude ver un grueso y pesado lomo de color gris
oscuro y escamoso, empujando la chalana de un costado. Mis compañeros que viajaban dentro de los
camiones, no tuvieron tiempo de salir, quedando atrapados en su interior. Otra extremidad del monstruo emergió por
estribor pero esta vez pude ver una colosal cabeza similar a la de una
serpiente, con expresión iracunda y diabólica, y con una especie de cachos que
le cubrían la nuca. La cabeza se hundió
nuevamente en el agua, rugiendo a centímetros de mi cara. Pude percibir el hedor que salía de su boca,
y hasta me rozó con su repugnante y babosa lengua viperina de color morado con
unos dientes sucios que parecían dagas.
Enrolló toda la chalana y la haló hacia el fondo. La chalana se dio vuelta hundiéndose con
toda su carga y los pasajeros. Yo
estaba paralizado del pánico, pero aun así logré mantenerme a flote.
-
Mira
esta profunda cicatriz! Le mostró el viajo a David. El viejo tenía una horrible y masiva cicatriz
en el muslo izquierdo. Esto no me lo
hice en la caída ni con los dientes del animal, esto fue cuando apenas me rozó
con unas afiladas espuelas que le salían por todo el espinazo. Luego el animal desapareció y todo quedó en
calma. No era mi día, dijo el viejo, “al que no le toca, ni que se ponga, y al
que le toca, ni que se quite”.
Cuando pude
reaccionar, continuó el viejo, me quité toda la ropa para nadar más
ligero. El monstruo debió devorar a
todas las personas que se hundieron puesto que jamás se encontraron sus cuerpos. Estaba perdiendo mucha sangre por el
desgarro profundo de mi pierna, pero nadé con todas mis fuerzas hasta la orilla
de Ciudad Bolívar, sin embargo, la corriente me arrastró hasta más allá de La
Carioca. Lo último que recuerdo fue a
dos niños puyándome con varas para ver si yo estaba vivo, tendido desnudo y
casi desangrado sobre la arena de uno de los playones que se forman río abajo
durante el verano.
- Mire!, amigo David, interrumpió el
viejo su historia, visiblemente molesto al ver la cara de incrédulo que tenía
el joven. - Si usted no me va a creer,
entonces para qué me pide que le cuente lo sucedido, nojile…! Nadie le había pedido al viejo que contara
esa historia.
- Perdóneme, Don Tomás, dijo David
avergonzado, por favor continúe, ¡claro que le creo!, mintió David.
Muchas
historias falsas se tejieron entorno a ese naufragio. Mucho se habló de ese oro. El único que podría haber llevado una
cantidad importante de oro era yo, y como te dije, no la llevaba. También se habló de la Serpiente de las
Siete Cabezas, aunque yo vi solo una, y fue más que suficiente.
El monstruo de
las 7 cabezas no era primera vez que yo lo veía. Varias veces en luna llena veraniega lo
había visto emergiendo de los puntos más profundos del río. Siempre antes de ver la cabeza en la
superficie, saltaban grandes peces que huían de su acecho. Nunca se le había visto de día ni en lo seco
ni en aguas de poca profundidad. Hay
quien piensa que ni siquiera es uno solo sino varios, puesto que se lo ha
descrito de varias formas. Yo digo que
es uno solo porque siempre lo he visto igual.
Pero nunca lo había visto salir a plena luz del día, como aquélla tarde.
Esas fosas del
río alcanzan profundidades de hasta 160 metros. En tiempos de la colonia, los gobernadores hicieron
construir con presos y esclavos, grandes pasadizos en las rocas subterráneas
que comunican esas fosas con otros puntos de la ciudad. Esos pasadizos aún existen y son usados por
la bestia para esconderse. Yo los he
visto! Todos! Pero desde que el monstruo se esconde allí,
nadie se atreve a recorrerlos. La
entrada más grande está ubicada en la Piedra del Medio; otra en la Catedral al
lado de la Plaza Bolívar, a 47 metros bajo el suelo; otra en la Casa de San
Isidro, casa donde pernoctó El Libertador durante la realización del Congreso
de Angostura en febrero de 1819; otra en la Laguna de Los Francos, otra en esta
isla, otra en la Isla El Panadero y la última en la Laguna El Porvenir. La famosa “Piedra del
Medio”, es un islote rocoso que se encuentra en el medio del río Orinoco,
entre las poblaciones de Ciudad Bolívar y Soledad. Humboltd la llamó
“el orinocómetro”, pues los habitantes de la ciudad la usaban para
llevar el registro de las subidas y bajadas de aguas.
Yo supe que
después del hundimiento de La Múcura, la empresa trajo a un buzo margariteño
para que buscara la chalana y su cargamento, a fin de recuperarlos. Al poco tiempo de estar sumergido más abajo
del punto del hundimiento, el pobre hombre tiró desesperadamente la línea que
lo unía a la lancha que se encontraba en la superficie. Cuando lo subieron, el hombre aterrado dijo
que pudo ver “un extraño animal, con un
solo ojo del tamaño de una torta de casabe”. Es obvio que ese pobre ignorante no decía la
verdad, porque cualquiera sabe que cada cabeza del monstruo tiene sus dos ojos completos, y son apenas un
poco más grandes que un coco. ¡Estos
orientales siempre creyendo que los demás son gafos! Después, hasta un barco de la Universidad de
Oriente, vino a rastrear el fondo con ultrasonido, pero nadie más se atrevió a
bajar. La Múcura aún se encuentra en el fondo del río.
El
monstruo fue visto por última vez en 1988.
Varios lograron fotografiarlo una noche. Hasta se llamó por la radio para que fueran
a ver el monstruo. Un locutor que se
llamaba Tomás “El Chino” León afirmaba que había salido “la culebra de las 7
cabezas”. Todos pudimos verlo esa
noche, posado sobre la superficie de las lajas de “La Piedra del Medio”. Salió hasta en los periódicos, por si no me
crees.
David
escuchó con mucha atención toda la historia, contada con tanto detalle y con
datos tan ciertos y comprobables que provocaba creerla.
Comenzaba
a oscurecer y los interrumpió el curiarero que venía a recoger a David para
llevarlo de vuelta. David se volvió
hacia el viejo y le preguntó si podía quedarse esa noche en la isla, lo cual éste
aprobó. David sacó de su bolsillo
delantero unos pocos billetes arrugados y los entregó a su transportista con la
instrucción de que regresara temprano en la mañana siguiente a recogerle.
No
menos de 20 minutos gastaron los tres hombres para convencer a Darwin que
regresara uno de los billetes que arrebató de la mano del curierero cuando éste
los recibió.
Cuando
el curiarero se marchó insultando al mono, David no sabía cómo actuar ante la
fascinante historia del viejo. No sabía
si seguirle la corriente o dejarle saber que no le creía. Era esa típica situación incómoda en la cual
no sabemos cómo reaccionar porque no sabemos si nos están tomando el pelo o si
nos están hablando en serio. Antes que
David pudiera decir algo, el viejo haría algo que le helaría la sangre a
David. Don Tomás tomó un viejo sobre de
papel de una gaveta y de su interior, cuidadosamente envuelto, sacó unos viejos
recortes de prensa que relataban exactamente lo mismo que había contado el
viejo y reseñaban tanto el naufragio como la milagrosa salvación de su único
sobreviviente, ingeniero Tomás Bell. En
ese momento David ya estaba totalmente aturdido y sin saber qué decir.
Sosa,
quien ya había escuchado esa misma historia docenas de veces, aun prestaba
atención como si fuese la primera vez.
Tengo
casabe, pisillo de pescado salado, berenjeas en vinagre y queso. ¿Quieres comer? Preguntó el viejo.
Durante la
cena ambos hombres hablaron de muchas cosas.
Notaron que la empatía entre ellos era extraordinaria. El viejo le contó sobre su antiguo trabajo en
las minas de El Callao, y sobre cómo estuvo a punto de morir sepultado por una
turba enardecida de mineros que hicieron explotar la mina en la cual él
trabajaba. Una huelga de mineros habría
sido rota por unos esquiroles que contrató la empresa minera a través de Tomás,
lo cual provocó una demencial furia que terminó en la más irracional violencia
y sentimiento de odio hacia la empresa minera y sus representantes, entre ellos
Don Tomás.
El viejo
relató con todo detalle cómo logró escapar de la mina y la angustia de su
posterior persecución.
Luego, el
viejo tomó su cuatro, lo afinó y tocó impecablemente varias piezas de todas
partes del mundo.
¿Cuál es su
canción favorita, Don Tomás? Preguntó
David con deseos que el viejo la tocara.
-¿Mi canción
favorita? “Viajera del Río” un vals de
aquí mismo! La compuso un señor de aquí de
Ciudad Bolívar llamado Manuel Yánez, una tarde que estaba paseando por el
malecón. Él se quedó extasiado al ver
una flor de Bora flotando corriente abajo.
Lo inspiraron las islas flotantes de Bora. Por ahí las llaman también lirio de agua y
chupachupa. Así salió la canción.
El
viejo se inspiró y la tocó con especial esmero:
“Paseando una
vez
por el malecón
extasiado me
quedé
al ver una
flor perfumando el río.
Era angelical
como el azahar
y corría y
corría.
Buscando el
horizonte se perdía.
La quise
tocar, la quise abrazar
quise amarla
como a ti
Ni que fuera
un mago
para contener
la fuerza del río.
Y se fue
ocultando y se fue marchando luego desapareció
Pasaron los
años y el arcano tiempo la alejó de mí.
Por eso en mis
sueños
cuando la
recuerdo
triste voy al
malecón
para ver si el
río
cambia la
corriente y vuelvo a ver
mi flor”.
Bravo!!!
Al terminar de
comer y después de un largo silencio el viejo hizo a David una extraña
pregunta: ¿Crees en tesoros? Porque yo sé donde hay uno!!!
-¿Cómo así? Fue la predecible respuesta del joven.
-Oro, oro
puro, alardeó el viejo, mucho oro puro.
-El oro de “La
Múcura”? erró David en preguntar.
-Te dije que
en “La Múcura” no había oro, te lo acabo de decir. No me estabas prestando
atención. Te estoy hablando de oro verdadero, en lingotes.
-¿Dónde está
ese oro? preguntó el incrédulo huésped. ¿Cuánto oro?
-No estoy
seguro de cuanto oro es exactamente, pero sí sé como encontrarlo.
Cuando trabajé
en la compañía minera en El Callao, fui ascendido a administrador y encargado de la custodia del
oro de la mina. Todo el oro que se fundía
en lingotes era almacenado con absoluto secreto dentro de la misma mina,
mientras se juntaba cierta cantidad para ser enviado a la casa matriz, a compradores
mayoristas en Caracas y a joyeros de todo el país. Solo el gerente de la mina y yo sabíamos
sobre esta operación, el resto de los mineros desconocían el destino del oro de
la mina. Solíamos almacenar el oro en
pequeñas cajas de madera más pequeñas que el tamaño de una caja de zapatos, las
cuales podían contener hasta 20 kilos de oro puro.
Cuando se derrumbó
la mina había una caja casi llena, lista para despachar. Se guardaba hasta el último momento en una
pequeña galería de la mina, ubicada a un nivel muy cerca de la superficie,
totalmente blindada.
Yo solía vivir
en esa misma galería, prosiguió el viejo, ahí tenía una pequeña habitación con
todas las comodidades y mis pertenencias.
¿No le parece
cruel? Don Tomás, hablarme de oro cuando acabo de perder todo lo que tenía por
andar buscando tesoros.
Te creí menos
torpe!!!, espetó el viejo, te estoy hablando del verdadero Dorado, de oro real,
tapiado a poca profundidad, no de tesoros fantasiosos perdidos en el fondo de
un río.
¿Que quiere de
mí? Don Tomás, por qué me cuenta todo esto del oro?
Porque creo
que ese oro debe ser recuperado, porque creo que te vendría bien un poco de
capital para reconstruir tu vida y porque me has inspirado confianza para que
rescatemos ese tesoro. Yo no podría
hacerlo solo.
¿Cuál es su
plan? Preguntó incrédulo el joven.
¿Mi plan? Ni
siquiera tengo un plan. Hagamos uno de
inmediato y vayamos por ese oro ahora mismo.
Ya no tengo
nada que perder!, pensó el joven en silencio.
Si es verdad el relato del viejo, tendré parte de ese oro, si no, seré aún
más incauto de lo que ya soy, en fin, a quién le importa.
De acuerdo, Don
Tomás, vayamos por ese Dorado.
Hasta más de
la media noche estuvieron despiertos ambos hombres planificando su nueva empresa. El primer problema que tenían que resolver
era la total insolvencia de ambos, ya que entre los dos apenas reunían para
comprar los pasajes en autobús desde Ciudad Bolívar hasta El Callao.
El joven por
inmaduro, y el viejo por sabio, estuvieron de acuerdo en partir a la mañana
siguiente con lo único que tenían y una vez en marcha ya verían como resolverían
el transporte, la comida, el alojamiento y los gastos de excavación.
Entre el suave
sonido de la corriente del río, la fresca brisa nocturna y el inconfundible
olor de la isla, ambos hombres se quedaron dormidos casi al mismo tiempo.
IV. En busca del Dorado.
Al amanecer,
el viejo se levantó tan temprano como siempre.
Después de asearse, metió en un pequeño talego unas pocas cosas
personales, su cuatro y algo de comida, coló un poco de café y enseguida estuvo
listo para partir. Sosa se encargó de
lamer la cara de David, mientras Darwin se encargaba de hurgarle las
orejas. Nadie hubiese podido seguir
durmiendo con tantas atenciones.
Ya fuera del
chinchorro, David quedó extasiado con la belleza del amanecer en el río, algo
que nunca había visto a pesar de haber crecido en Ciudad Bolívar.
No pasó mucho
tiempo cuando se acercó a la orilla de la isla el curiarero que venía a recoger
a David.
Antes de
saltar dentro de la embarcación el viejo se volvió hacia el loro, el perro y el
mono y les dijo a los tres: ustedes no van!
Dicho esto, el
curiarero empezó a remar y de inmediato sintió que algo le cayó en el
sombrero. Era Darwin que había dado un
brinco desde una piedra de la orilla, cayéndole encima al curiarero y corriendo
hacia el regazo de Don Tomás. Está
bien dijo el viejo en tono cómplice, puedes venir si te portas bien. Ninguno de los cuatro seres en la curiara
creían que así sería.
Ya en tierra
firme, los hombres caminaron hasta la estación de buses a la cual llegaron bien
temprano. Compraron sus boletos y
esperaron la salida del bus. En el
terminal, el viejo sacó del talego su cuatro, lo afinó y comenzó a tocar unas
lindas tonadas de ordeño mañanero.
Enseguida se acercaron los otros viajeros y comenzaron a lanzar dinero
dentro del talego. Don Tomás no estaba
tocando por limosna, pero tampoco rehusó recibir las colaboraciones. Por momentos, David se sintió humillado, jamás
se había sentido como un mendigo, hasta ese día. Sin embargo, la expresión del viejo le
reconfortaba. Aquél anciano que había
recorrido más de la mitad del mundo y que con toda seguridad habría visitado
los mejores sitios, tocaba plácidamente su cuatro como si nada le
importara. De pronto vio con toda
claridad que la mendicidad es solo una actitud y no una condición de vida, más
una percepción que una actividad. De
inmediato pensó en tantas veces que miró artistas famosos “mendigando” en
televisión para causas nobles de otros.
Era
domingo. Antes del medio día, ya había
partido el fatigado autobús que los llevaría
de Norte a Sur atravesando las poblaciones de Puerto Ordaz, San Félix,
Upata, Guasipati y su destino final: El Callao. Normalmente este viaje por carretera tarda
menos de 4 horas, pero este viaje parecía interminable ya que el autobús debía
parar cada 20 minutos a reponer agua para el radiador, y hacerle reparaciones
de todo tipo.
Durante el
trayecto el viejo y David tuvieron tiempo suficiente para contarse sus
respectivas historias.
-
¿No tiene usted familia, Don Tomás? ¿Cómo es que vive totalmente solo en la
isla?
-
En realidad no
vivo totalmente solo, mis amigos me acompañan. Vengo de una familia muy pequeña. Fui hijo único y mis padres también lo
fueron. Murieron juntos siendo yo aun
joven.
Mi padre fue un hombre muy rico y coleccionista obsesivo. Mis padres murieron en el Blitz.
-
¿Que es el Blitz? Preguntó David.
-
Fue un infernal bombardeo nazi sobre el Reino Unido
que duró alrededor de 9 meses entre 1940 y 1941. El Blitz causó miles de muertes y destruyó
muchos hogares. Con la guerra se perdió
toda la fortuna de mi padre, toda! La
guerra es lo más absurdo e injusto que hay.
La escalada de violencia solo genera más violencia.
-
Creo que tuve
un hijo, o hija.
-
¿Nunca se
casó?
-
No. Tuve muchas mujeres, pero con ninguna me
casé. Siempre tuve miedo a los
compromisos. Aunque hubo una que fue
definitivamente especial. Me hubiera
casado con ella de no ser por su padre.
Era una mujer blanca, alta, delgada pero bien formada, cabello negro y
largo, y con unos labios divinos. Vivía con sus padres en Upata. Su papá, el viejo Juan, era Canario, de la
Palma, muy bruto. Su madre era aún más
bella y oriunda de la Villa del Yocoima, la pobre mujer no hacía más que
obedecer al marido. Cuando se enteraron
que ella estaba en estado sin estar casada, la separaron de mí, la enviaron
castigada a España y la incomunicaron.
De ella solo me quedaron bonitos recuerdos, cartas de amor y una foto
que perdí. Era la mejor mujer que
cualquier hombre pudiera anhelar. Por
mucho que lo intenté, nunca más supe de ella ni de nuestro hijo, no supe si
nació, si fué niño o niña, en fin, los perdí para siempre. Luego sus padres también se mudaron a la
Palma y en algún momento dejé de buscarla.
-
No diga que los Canarios son brutos, Don Tomás, mi
madre y mi abuela eran Canarias y eran muy inteligentes.
-
No lo digo yo,
era el mismo viejo Juan quien lo decía.
-
Y tú, David, ¿tienes
familia? Yo también vengo de una familia
pequeña. Mis padres también murieron
siendo yo un niño. Tengo una media-hermana
mayor por parte de padre que terminó se criarme hasta que se casó con un tipo
mezquino que acabó por echarme de su casa.
Desde entonces nos distanciamos y no he vuelto a verlos.
A media tarde,
el autobús paró en una estación de servicio ubicada entre Upata y Guasipati,
para que los pasajeros pudieran comer e ir al baño. Para esa hora ya David sentía hambre. Con las propinas de la mañana compraron jugo
de naranja y una bolsa de casabe con papelón llamado “naiboa”. No les alcanzó para más. Tras la breve parada el autobús sonó su
vieja corneta y todos entraron en él.
-
Al
tiempo que el autobús arrancaba para continuar su viaje, Don Tomás advirtió la
ausencia del mono, y antes de que pudiera decirle al chofer que parara, escuchó
al portugués de la tienda que gritaba: “mono
ladrón, agárrenlo!!!” De un salto entró el mono por la ventana del autobús
justo en la fila del asiento de sus compañeros y se escondió debajo del
asiento. El mono traía abrazado un
enorme y fresco pan de guayaba que ya había sacado de la bolsa de plástico y le
había dado varios mordiscos. El chofer
no paró ni advirtió lo sucedido. Luego
les habría tocado repartir con sabiduría entre los tres el delicioso botín.
-
Llegaron
a El Callao al final de la tarde.
-
El
Callao es una pintoresca y legendaria población en el Sur del Estado Bolívar,
conocida por su actividad minera, sus fiestas de carnaval, música, comida y
étnica muy particular. Es un pueblo con
su propia identidad, mezcla de razas y culturas de diversos orígenes,
principalmente negros.
-
Ya
en el pueblo, caminaron instintivamente hasta la Plaza Bolívar, de las que
suele haber una en el centro de cada pueblo de Venezuela. Allí se sentaron en el único banco que
quedaba disponible. Disfrutaron de un
plácido y fresco ocaso.
-Bueno, Don
Tomás, ya estamos aquí, resumió David, ahora ¿qué hacemos?
- Lo primero
es buscar dónde dormir, luego iremos al sitio sobre la galería para evaluar la
forma de llegar a ella y luego procurar los equipos que necesitaremos para
cavar. El camino es largo, la mina
queda a varios kilómetros de aquí. No
debemos ir caminando. Necesitaremos
transporte, pero nadie debe saber por qué estamos aquí ni a dónde nos
dirigimos. Nadie!!!.
Ya sé cómo
haremos algo de dinero para hospedaje, dijo David con cierta picardía en la
mirada. Espéreme aquí, le dijo al
viejo, levantándose del banco y buscando entre las papeleras de la plaza tres
tapas de refresco y una pequeña piedrita.
El mono siguió a David. El viejo
quedó solo en el banco y sacó nuevamente su cuatro. Sin pensarlo comenzó a tocar los pasajes
llaneros que mejor había practicado. Al
poco rato, volvía David con la mitad de la cara enrojecida y visiblemente
aturdido. No muy lejos de allí, se había
puesto a tentar a los lugareños con el fraudulento juego de la piedrita
escondida en la tapita, ya había logrado quitarle algo de dinero a los primeros
inocentes. Pero cuando la apostadora
era una grande, robusta y malgeniada mujer negra, el impertinente Darwin levantó
la tapa en la cual se suponía que estaba la piedrita, y al ver la mujer que
David la estaba engañando, le asestó una brutal cachetada que lo tumbó de
espalda. David apenas tuvo oportunidad
de levantarse y correr antes que la fuerte mujer siguiera golpeándolo. Para ese momento ya Don Tomás estaba rodeado
de un grupo de oyentes extasiados y con ganas de retribuir el lujoso concierto
que les daba el viejo. Después de un
par de horas cuando el viejo ya no tenía ganas de seguir tocando, los forasteros
ya tenían dinero suficiente para pagar una noche en una modesta habitación en
una pensión ubicada en frente de la plaza.
El posadero
era un viejo muy negro de apellido London.
Era un mal hombre, avaro y obeso, que había sido abandonado junto con
sus dos hijos por la única mujer que pudo soportarlo por el poco tiempo durante
el cual nacieron los hijos.
Una vez
alojados, David lavó su única muda de ropa, y lo mismo hizo Don Tomás. Aunque habrían querido hacerlo, ambos
consideraban feminoide lavar la ropa del otro.
Ambos hombres
habían tenido un día tan inusual que les impedía conciliar el sueño. El viejo aprovechó la tranquilidad para
reprocharle a David el hecho de haber tratado de conseguir dinero con engaño.
Le explicó con muchos ejemplos el por qué los valores deben conservarse
aún en las situaciones más apremiantes.
De alguna forma hay que diferenciarse de los animales, afirmaba el
viejo. Aunque Don Tomás pensaba que
Nicolás Maquiavelo estaba en lo cierto cuando afirmaba que el fin justificaba
los medios, sabía que la práctica de esta doctrina podía, si se volvía
masiva, llevar a la animalización de la
humanidad, es decir, a la primitiva ley del más fuerte y por consiguiente a la
anarquía y a la injusticia social.
David ni siquiera intentó excusarse, el mensaje del viejo más allá de
molestarlo, enriquecía su visión de las cosas.
Esa mujer sí
era fuerte de verdad –recordó David-. Me gritó: “nobody tricks Delia Griffin”, parecía
estar muy orgullosa de su apellido y su gentilicio.
Tienes razón,
dejo el viejo. La mujeres de este pueblo son
instituciones vivientes.
De aquí es la
legendaria Negra Isidora, ¿no? Dijo David.
Así es, Lucila
Isidora Agnes, la conocí muy bien, fuimos buenos amigos –aseguró el viejo-.
De nuevo David
puso esa cara, preparándose para otro desvarío del
anciano. Pero le resultaba irresistible la tentación de escuchar lo
que tenía que decir el viejo.
¿Tuvieron un
romance? Bromeó David.
No,
físicamente Isidora no era una mujer atractiva, al menos para mi gusto; su
belleza era más bien interna. Luchadora incansable y fuerte. De
hecho nunca se casó ni tuvo hijos, más bien solía decir que todos los del
pueblo eran sus hijos. Isidora fue una de las pocas personas que no
quiso que me lincharan durante la huelga. Su naturaleza
bondadosa le impedía albergar rencor y venganza. La recuerdo muy bien a
ella y a su gran amiga Madama Lulu, creo que su nombre era Lourdes Basanta. Era fantástico oírlas hablar el patuá
mientras bebían “Yinya Bie”. Ginger Beer, es una cerveza antillana dulzona hecha con gengibre.
Su inseparable amiga compuso para ella
una pieza de Calipso que dice así: “Isidora
sings the calipso / Isidora is queen of festival / Isidora
drink the yinyavié / Isidora is queen of Carnaval. Porque es el
alma del Carnaval / Esa negra si tiene swing al bailar”.
Debo
confesarte algo, dijo el viejo a David en tono grave. No
estoy totalmente seguro si todo o parte de la historia del Dorado es cierta o
no. Desde el día del ataque de los
huelguistas, inhalé humo de pólvora, me golpeé fuertemente la cabeza y me causó
graves daños la mordedura de una culebra terciopelo que me mordió en la huida. Alguno de estos daños, o todos, empeoraron mi
memoria y mi conciencia, al punto que por años he dudado de la veracidad de
todo cuanto te he contado sobre el Dorado.
En la
oscuridad de la habitación en viejo podía sentir la expresión de decepción que
había en la cara de David.
-
Sufrí
muchas lesiones ese día, confesó el viejo, como esta cicatriz que me dejó una
lámina de acero que se me incrustó en una de las explosiones.
La decepción
de David aumentó cuando el viejo se bajó los pantalones y le mostró con
absoluta seriedad la misma cicatriz que le habría dicho la noche anterior que
le dejó el ataque de la serpiente de las 7 cabezas.
-
No
te culpo ni me culpo, manifestó el viejo.
Cuando te hablé del Dorado por primera vez, estaba seguro de su
existencia, sin embargo ahora no lo estoy tanto. Tengo ese problema desde hace
muchos años, confesó el viejo, pero cada vez lo siento peor. Antes que David pudiera decir algo, el viejo
continuó, la expresión “ver para creer”
es reversible, válida en ambos sentidos.
David empezaba a no entender.
Muchas veces, dijo el viejo, para poder ver, primero tenemos que creer,
si no creemos con fe en algo, nunca llegaremos a verlo.
-
Dígame
Don Tomás, interrumpió David, ¿existe sí o no el Dorado?
-
Pronto
lo sabremos, mijo, pronto lo sabremos, suspiró el viejo.
A David le
preocupaba la logística del rescate, no tenía idea de cómo harían para llegar
al sitio, para encontrar el oro, para recuperarlo, etc… Hombre de poca fe se podría calificar a
David. El no tener un plan claro le
causaba todo tipo de angustias y temores.
Al viejo, por su parte, solo se enfocaba en tratar de aclarar su mente,
en atar cabos, en tratar de deslindar qué eran recuerdos y que eran fantasías. Era inútil, solo conseguía confundirse más. Una
cosa si era cierta ambos se dejarían llevar por los recuerdos del viejo, y si
estos eran falsos, pronto lo averiguarían.
En su mente,
David estimaba que si en la caja hubieran 18 kilos o más de oro, eso
representaría un valor suficiente para reconstruir su vida e iniciar un sano
negocio.
El miserable London
había estado escuchando la conversación de los hombres del otro lado de la
media pared de la habitación.
Los hijos de London
vivían en la misma pensión de su padre.
Eran dos tipos perdedores y viciosos que aún vivían a costillas de su
padre y soportaban el maltrato que éste les daba. Muy temprano London despertó a sus
trasnochados hijos y les contó todo cuanto había escuchado.
-
El
viejo y su acompañante han venido por algo grande, dijo London a sus hijos. Sigan
a esos dos sin que lo sepan, les ordenó, y vean lo que hacen.
A la mañana
siguiente los viajeros se levantaron más tarde que de costumbre. Durante la noche Don Tomás no dejó de
abrazar su talego. Con la ropa aún
medio húmeda, ambos se alistaron para dejar la habitación después de compartir
con Darwin la comida que quedaba en el talego.
En el vestíbulo solo se encontraban sentados en un sofá dos hombres jóvenes
negros obesos y desaseados quienes ni siquiera saludaron después de decirles “buenos
días”. El viejo y David dejaron la llave en el
escritorio de la entrada y salieron a la calle. Justo al lado había una orfebrería a la cual
entró en viejo sin dar ninguna explicación a David, quien lo siguió un poco
desconcertado.
-
Buenos
días, saludó el viejo al orfebre con voz clara y fuerte. Aceptan empeños?
-
Buenos
días amigo. No, esto no es casa de
empeños.
-
Compran
oro roto?
-
Eso
sí.
-
A
cuanto paga la grama de 24?
-
En
esta pizarrita están los precios de hoy, respondió el orfebre.
David no entendía
lo que era la “grama” , “24” ni el “oro roto” ni por qué el viejo hacia al orfebre tales preguntas.
El viejo metió
su mano en el talego, sacó una pequeña cajita de color azul, y del interior
sacó dos antiguas monedas de cinco dólares de oro de 1887, las cuales tenía
escondidas desde que salieron.
- ¿Cuánto me
da por estas? preguntó el viejo al orfebre.
- 300 dólares
por las dos, respondió el comerciante.
- Usted sabe
que valen mucho más, replicó el viejo con cara de frustración.
- Lo siento,
amigo, respondió el orfebre, lo pago por el oro que contienen, no por su valor
histórico. Además, no son de oro puro,
sino de aleación.
- No nos
alcanza, aseveró el viejo.
-¿Sería tan
gentil de prestarme su baño y esa tenaza que tiene allí? preguntó el anciano al
orfebre.
El orfebre
entregó al viejo la tenaza y le indicó la cortina del baño. Por supuesto que el orfebre y David se
quedaron mirándose uno al otro sin sospechar para qué el viejo había pedido la
tenaza. Luego de un instante y un par
de gemidos, regresó el viejo con cara de dolor, con la boca sangrando y cuatro enormes
muelas de oro puro en su mano.
-
Péselas
–dijo el viejo en tono grave.
-
Pero
¿qué ha hecho usted señor? ¿cómo se le ocurre?
-
Solo
péselas, no me cuestione!
-
Visiblemente
nervioso, el orfebre obedeció la instrucción.
Puso las muelas en la balanza y dijo en voz alta su peso.
-
Cuánto
me da por todo?
-
400,
respondió el orfebre.
-
Por
favor mejore su oferta, pidió el viejo, sin mas explicación. Conmovido el orfebre entregó al viejo 450
dólares.
-
Gracias,
dijo el viejo, vámonos David.
-
Por
qué hizo eso preguntó David al viejo cuando salieron a la acera.
-
Porque
creo en lo que estamos haciendo, el éxito no se negocia –sentenció el viejo-. Tenemos que ir a la montaña, más allá de la
quebrada de Caratal. Es lejos de aquí. Caminando es imposible, las rodillas no me
dan. Toma estos 300, contrata un taxi
que te lleve a la finca más cercana, habla con el encargado para que te venda dos
caballos mansos con sillas usadas, lo más baratos que tenga. Luego te traes los caballos y me buscas en
la calle de atrás de esa ferretería. No
pases con los caballos por las vías principales, no quiero que levantemos
sospechas. Nadie debe saber a dónde vas
ni qué estás haciendo. ¿entiendes? ¡Nadie!
-
Hay
un problema Don Tomás, no sé montar –dijo David un tanto avergonzado.
-
Bien,
eso es solo una circunstancia, no un problema, dijo el viejo restándole
importancia al asunto y dando a David las instrucciones más elementales de cómo
cumplir su tarea.
Mientras David
buscaba los caballos, el viejo se encargó de comprar lo que pudo: mecate,
alambre, linterna, baterías, pico y pala, machete afilado, botellas de agua, fósforos,
casabe, enlatados, una navaja pico de loro y ron.
Enseguida el
viejo se quedó sin dinero y se dirigió al punto de encuentro antes del mediodía. Cerca de la 1 de la tarde llegó David con
los caballos, tal como lo dispuso el viejo.
Amarraron todo a las sillas de los caballos, cada quién montó uno y se
pusieron en marcha.
Luego de
cabalgar pocas cuadras salieron del pueblo y se internaron en un camino que
conducía a las montañas.
En todo
momento David observó que el viejo parecía estar bien orientado y muy seguro de
hacia dónde se dirigía. Pero esa
seguridad no duraría mucho!
En la primera bifurcación del camino
el viejo se detuvo.
-
Todo
esto está muy cambiado. Exclamó el
viejo, ¡ha de ser por aquí!
Lo mismo hizo
en cada cruce y bifurcación del camino. Para ese momento ya David estaba
convencido de que el viejo estaba perdido y que jamás encontrarían la
mina. En la medida que avanzaban, el
camino se hacía cada vez más estrecho e intransitado. Ya hacía bastante rato que habían dejado de
ver gente y fincas. Estaban realmente en
el corazón de las montañas. Llegaron a
un sitio cercano a una quebrada en el que ya no había más camino y la vegetación
no permitía el paso a caballo.
El viejo bajó
del caballo, orinó, y le dijo a David: desmonta y trepa este árbol, cuando
puedas ver la falda de la montaña, busca hacia el poniente una plataforma con
una grúa. Debería estar muy oxidada y
cubierta por la vegetación. Apenas David
empezó a trepar, gritó emocionado, veo un trozo de guaya aquí cerca. Pero no veo grúa.
-
Bien,
¡este es el sitio¡ afirmó el viejo con una
seguridad que David no creyó.
-
Baja
de allí, caminaremos. No hay tiempo que
perder, está oscureciendo.
-
Después
de un breve descanso, desataron los equipos, aflojaron las cinchas de los
caballos, los amarraron e iniciaron la caminata.
-
Después
de un corto pero intrincado y lento ascenso, los hombres llagaron a un talud
que estaba sobre una vieja plataforma de concreto en la cual alguna vez hubo
una grúa y guayas.
-
Lo
recuerdo con toda claridad, dijo Don Tomás, en tono melancólico. La lluvia ha desgastado toda esta ladera. Las
galerías de servicio están justo debajo de toda esta área.
-
La
emoción de ambos hombres les impidió notar que ya había oscurecido.
El viejo y David
estuvieron de acuerdo que para buscar una entrada a las galerías, necesitarían la
luz del día, con la única linterna que tenían no era seguro. Tendremos que
esperar hasta que amanezca, coincidieron.
La forma de entrar era por los canales de ventilación. Estos canales de ventilación están
repartidos por varios puntos de la mina, cuando estas tienen cierto
tamaño. Por un extremo se extrae el aire
contaminado, con lo cual se crea una especie de vacío o presión negativa, la
cual succiona por depresión el aire de la superficie a través de estos canales
o chimeneas, y así entra el aire limpio que respiran los mineros.
Don Tomás sabía
que al lado de las galerías se situaba una de estas chimeneas con una inclinación
de unos 45 grados, la cual pudo haber sobrevivido el derrumbe de la mina. De hecho, por esta chimenea habría escapado Don
Tomás el día del derrumbe. El orificio a
la superficie no debía estar lejos.
Cuando Don Tomás escapó por allí, habría roto con una palanca la fina
maya de acero y el cono que lo cubrían, los cuales solo permitían el paso del
aire, impidiendo la entrada del agua de lluvia, los animales, la maleza y hasta
los intrusos. Don Tomás explicó a David
que debían encontrar el orificio, y descender por él hasta llegar a las galerías. Esto tendría cierto riesgo ya que el canal
era bastante largo y oscuro, y podría estar derrumbado, lleno de maleza y hasta
de animales e insectos peligrosos.
Entre la
emoción y el cansancio, ninguno pensó que tendrían que pasar la noche en la
montaña y a la intemperie. Para Don
Tomás eso no sería ningún problema puesto que ya estaba acostumbrado, pero para
David esto era una verdadera calamidad.
Con el machete
cortaron algunos leños secos y encendieron un fuego para ahuyentar a los
mosquitos. Limpiaron el área donde
pernoctarían y acomodaron sus cosas de la forma más cómoda. Todo fue inútil, los ruidos de la selva, el
frío, la llovizna, los mosquitos, la emoción, el temor y el viejo que no paraba
de hablar, se confabularon para que nadie durmiera esa noche.
Apenas asomó
la primera claridad detrás de las montañas, David se levantó, se sacudió la
ropa y se alejó del sitio para orinar. A
pocos pasos de allí, cuando caminaba entre los arbustos, de pronto sintió que
el terreno se movía bajo sus pies, enseguida empezó a oír un fuerte crujido
como de madera rajándose, y antes que supiera lo que estaba sucediendo, todo el
piso debajo de él se derrumbó como si la tierra se lo estuviese tragando. Perdió el equilibrio y cayó de espaldas 3
metros más abajo, quedando medio tapiado por tierra, piedras, raíces y trozos
de madera. Don Tomás tardó en salir de
su impresión y entender lo que estaba pasando. Cuando se despejó la polvareda Don
Tomás pudo distinguir en el suelo un enorme y oscuro hueco en forma de “L”, en
cuyos bordes se veía una vetusta estructura de madera podrida que parecía ser
una especie de techo de una galería.
David, David, David! Gritó el viejo temeroso al no ver a su amigo.
Desde dentro
del hueco se escuchó la voz de David que gritaba ¡estoy bien! Creo que me rompí la boca y tengo tierra en
los ojos. Al caer, un pesado trozo de
madera le golpeó a David en la cara,
rompiéndole la nariz y el labio superior.
El viejo caminó lo más rápido que pudo hasta el borde del hueco y pudo
ver en el fondo a David levantándose de entre los escombros, todo lleno de
tierra y polvo, con sangre en nariz y boca.
Páseme el agua, Don Tomás, necesito lavarme. El viejo fue por la botella de agua y se la
lanzó desde arriba, junto con la linterna.
Después que se
disipó el polvo y la luz del sol llagó al sitio, David, aun adolorido, pudo ver
que se trataba del techo de una de las galerías que habría colapsado con su
peso. Miró a su alrededor y era un
sitio como un pequeño depósito con piso adoquinado. Hacia las paredes podía ver varios estantes
de madera con muestras de rocas. Hacia
la parte más distante, logró ver una pequeña puerta de hierro. Con detalle, David describió al viejo todo lo
que veía. El viejo en la superficie
supo de inmediato que se trataba de uno de los depósitos de muestras de la
mina. Recordaba con toda claridad que
este depósito comunicaba con un angosto pasillo que conducía a la galería de
seguridad o bóveda del oro fundido y a la habitación que solía ocupar Don Tomás.
Esa puerta
debería estar abierta, dijo Don Tomás, todas las puertas permanecían abiertas
para permitir el flujo de aire. La
única que siempre permanecía cerrada era la de la bóveda.
David caminó
hasta la puerta, la haló, y sintió que la puerta estaba atorada. No estaba cerrada con llave, pero con el
derrumbe quedo atascada en su marco.
Páseme el pico, dijo David al viejo, viendo hacia arriba. Aquí está, pero quiero bajar! pidió el
viejo. Sabiendo que para salir de allí,
David necesitaría una escalera, dedicó tiempo a improvisar una especie de torre
más o menos firme, con los estantes de
madera en los que yacían las muestras, la cual dispuso cerca de uno de los
bordes más lisos y de menor altura del hueco.
Antes de bajar, el viejo miró a su alrededor para asegurarse que no
había más nadie cerca del lugar, tomó su talego y empezó a descender lentamente
y con mucho cuidado, ayudado por David.
Ya dentro de la galería, David se dirigió con el pico hacia la puerta y
empezó a forzarla. Linterna en mano, el
viejo alumbraba el trabajo.
Solo pudieron
abrir la puerta con espacio mínimo para entrar forzadamente una persona a la
vez. Del otro lado la oscuridad era
total.
Primero David
con la linterna y detrás el viejo, entraron en el estrecho pasillo. Palpando las paredes, encontraron a pocos
metros el final del pasillo con una puerta a cada lado. Efectivamente, la de la derecha estaba
abierta y la otra cerrada.
Instintivamente, David entró en el lugar en el cual la puerta estaba
abierta. En un pase de luz de linterna,
David pudo ver que se encontraban en una habitación. El viejo no necesitaba luz para saber donde
estaba. En ese momento el viejo tuvo
esa extraña sensación de no saber si todo aquello era real o producto de su
imaginación.
Un par de
camas tipo litera, un baúl de madera con una bisagra y un candado, dos sillas
de madera y cuero, un pequeño escritorio, un viejo escaparate de madera y muchas
fotos mohosas pinchadas en las puertas del escaparate.
El sonido
mocoso de la nariz del viejo, hizo que David volviera la luz y la mirada hacia
el rostro de aquél. El viejo lloraba de
la emoción, más bien por ver que sus recuerdos eran ciertos y no producto de su
imaginación. Ambos hombres se
emocionaron porque si todo lo visto era real, la posibilidades de que lo del
oro fuera cierto y que lo encontrarían, crecían segundo a segundo.
David golpeó
con el pico el viejo candado de la caja de madera, el cual se rompió a la
primera. Abrió el baúl y en su interior
observo sobres, papeles, varios estuches, ropa, una antigua cámara fotográfica,
dinero antiguo y dos libros. En uno de
los estuches había una extraña y antigua bala Lefaucheux de espiga y en el otro
dos llaves diferentes: una sola y otra atada a una pequeña placa de latón con
números troquelados: “30.57.01.68”
-
Toma
esa llaves, indicó el viejo a David, son
de la bóveda.
David entregó
la linterna al viejo y cargó el pesado baúl con las pertenencias del viejo y lo
colocó cerca de la puerta medio abierta del depósito, ya que el mismo no pasaba
por el estrecho espacio. Volvió con la
llave a la puerta de la bóveda en donde lo esperaba el viejo orientándolo con
la linterna.
La llave suelta
entró suavemente en el ojo de la cerradura, señal de que era la correcta. Durante el breve instante que tardó la llave
en girar, David experimentó toda clase de sensaciones intensas. Pensaba qué haría si el oro estaba allí,
¿cómo sería? Era obvio que la turba de
mineros de la que huía Don Tomás, no habría llegado hasta ese lugar: de lo
contrario habrían saqueado y destruido todo.
Cando la llave accionó la cerradura, a diferencia de la primera puerta,
ésta se abrió suavemente, ya que era una puerta blindada y pesada, con marco
reforzado empotrado directamente en la roca de cuarzo.
El interior de
la bóveda era mucho más pequeño que el de los otros dos recintos. Tenía una caja fuerte empotrada en la roca,
una robusta mesa de madera en el medio, estantes con cajas de madera vacías, un
pequeño martillo, un aparato de hacer flejes, fieltro negro, clavitos, lápices
y formatos de papel. Sobre la mesa
había un antiguo pero sofisticado equipo de balanza y una regla de cálculo.
Los hombres
fueron directo hacia la caja fuerte, el viejo le pidió a David la llave con la
placa, introdujo la llave en la rendija, e intentó girarla. Luego giró la perilla hacia la izquierda –
derecha – izquierda. Después de varios
intentos la llave giró y la puerta abrió.
En el interior había una pequeña caja como la descrita por Don Tomás y
algo que parecía una resma de amarillentos papeles. El viejo tomó la caja de madera pero no
pudo siquiera moverla. El peso de aquella
caja indicaba que estaría repleta de los pequeños lingotes.
-Permítame,
dijo David, entregándole la linterna al viejo y tomando la caja con ambas
manos. Tiró de ella sacándola de la
repisa y cojiéndola firmemente. Se
volvió y la puso torpemente sobre la mesa, pisándose los dedos dolorosamente. Tal como lo había dicho el viejo, la caja
aun no estaba sellada ni precintada porque no estaba totalmente llena. Con cuidado David retiró la tapa y antes que
levantara el fieltro que cubría el contenido, Darwin le arrebató la linterna al
viejo y salió corriendo hacia el pasillo, dejando a los dos hombres en la más
total y absoluta negrura. En la
oscuridad el viejo sacó los fósforos de su bolsillo y encendió uno. Los mineros siempre han dicho que cuando un
material no es oro, los ojos inexpertos pueden dudar si es o no es, pero cuando
sí lo es, nadie lo duda. El reflejo de
la luz del fósforo sobre la superficie de los lingotes dio el más hermoso color
dorado-amarillo que habían visto. No
había duda, allí estaba todo el oro que el viejo había dicho. En ese momento el tiempo pareció detenerse. El silencio gobernó el momento y el fuego del
fósforo quemó las puntas de los dedos del viejo. Volvieron a cerrar la caja y de destaparon
la resma de papeles que resultaron ser alrededor de 300 títulos de acciones de
la NEW CALLAO GOLD MINING COMPANY LIMITED.
A tientas y a
luz de los fósforos, David tomó la pesada caja y salieron al pasillo en el cual
se veía la tenue luz que entraba por la puerta entreabierta de la galería. Atravesaron el estrecho pasadizo y salieron
a la iluminada galería con el techo derrumbado. En ese momento el viejo pudo ver con
claridad lo grave de la herida en el rostro de David. Luego David tomó el talego del viejo y
volvió por todas las cosas de valor que habían encontrado. Sacaron las cosas del baúl y amontonaron
todo al lado del oro. Poco a poco
subieron todas las cosas hasta la superficie, recogieron el campamento y
descendieron hasta el sitio donde habían dejado los caballos la noche anterior.
Antes del
medio día ya habían amarrado todo y estaban listos para emprender su regreso.
Antes que
montaran los caballos, salieron de entre los arbustos los mismos dos hombres
que habían visto en la posada la mañana anterior. Uno de ellos tenía una vieja y oxidada bácula
y el otro un revólver negro de corto cañón.
El que parecía menos bobo de los dos, le gritó al viejo y a David: “Si se mueven los mato”, “tírense al suelo
boca abajo” El viejo obedeció de
inmediato. David trató de resistirse
pero supo que los hombres no estaban jugando cunado el del revolver le hizo un
disparo a corta distancia que inexplicablemente falló.
La impotencia
y humillación fue de las peores que cualquiera de los dos hubiera sufrido. Tendidos en el suelo y amarrados boca abajo,
vieron como los bellacos se llevaban los caballos y todo cuanto había sobre
ellos.
Más de media hora
tardó David en liberarse las manos. Con
el orgullo maltrecho, la cara aporreada y las muñecas laceradas, liberó al
viejo y se pusieron de pie. Ninguno
quería comentar lo sucedido. Pasaron de
ser ricos a pobres de nuevo en cuestión de segundos. Era el mejor ejemplo de que la riqueza no
labrada se puede perder en un instante.
La pérdida de la labrada puede tardar un poco más.
Ya no habían
más cosas de valor en en interior de la mina que justificaran el regreso a la
misma. Los hombres no tenían otra
opción que comenzar a caminar de regreso al pueblo. Salir de la montaña a pié, les tomaría horas
de caminata, lo cual no era bueno para las curvas rodillas del viejo.
Sin pérdida de
tiempo iniciaron la marcha. Al poco rato
vieron venir al mono con la botella de agua abrazada, la cual robó a los
ladrones. El mono pidió al viejo que le
destapara la botella y todos bebieron el agua hasta acabarla.
Después de
varias horas de camino, los hombres comenzaron a encontrar tirados en el suelo
los objetos que los asaltantes consideraron de poco valor. Con intervalos de 30 a 50 metros iban
encontrando, la regla de cálculo, los objetos del baúl de Don Tomás, el
fieltro, los papeles, las fotos, inclusive los libros. Una cosa sí era cierta, los ladrones iban
botando lo que no les interesaba y recorrían la misma ruta.
David recogió
del suelo el libro que estaba menos roto.
Era un viejo libro escrito en francés, llamado “Le Discours de la Méthode” (“El Discurso del Método”), escrito
en 1637 a los 40 años por René Descartes (1596-1650).
Tan pronto lo
abrió para hojearlo, cayo al suelo una vieja y asepiada fotografía cuidadosamente
envuelta en papel celofán, la cual dejó a David petrificado.
-
Un momento, dijo David con cara de
incredulidad ¿cómo llegó aquí la foto de mi abuela Sarito? preguntó al viejo,
mostrándole la foto de una hermosísima mujer antañona.
-
Te
equivocas, dijo el viejo, esta diosa no es tu abuela, esta es Daila, Daila del
Rosario, dijo el viejo con una luz en la cara que alumbraba más que la luz del
sol.
-
Don
Tomás, esta es mi abuela, tengo una foto exactamente igual a ésta entre mis
cosas, dijo David con total seguridad.
De pronto,
ambos hombres se quedaron mirándose con asombro, no se atrevían a decirse lo
que estaban pensando. Les bastó un
instante para atar todos los cabos sobre las conversaciones que tuvieron desde
el día que se conocieron.
-
Don
Tomás, mi abuela se llamaba Sarito, dijo apresurado, pudo haber sido por
“Rosarito”.
La emoción se
apoderó de los hombres, ambos supieron que la posibilidad que Daila o Sarito,
eran la misma persona y que habría una cierta posibilidad de que el viejo y
David fuesen nieto y abuelo.
De pronto,
dejó de importarles todo lo que horas antes habían perdido. Ambos hombres se abrazaron y lloraron por
largo rato. Un carnaval de sentimientos
se mezclaron en ese momento: estaban totalmente aturdidos.
Ambos hombres
estuvieron durante los siguientes kilómetros interrogándose mutuamente sobre la
historia que los unía.
Luego, David
siguió hojeando el libro en busca de más fotografías, pero en lugar de eso,
encontró en la solapa de la contratapa, un pequeño sobre con una vieja e
insignificante estampillita de dos centavos, de color azul.
-
Se
ve vieja, dijo David mostrando la estampilla a Don Tomás, aquí dice 1851.
-
¿Tendrá
algún valor? Se preguntó, echándosela al bolsillo.
Cansado de
caminar, Don Tomás pidió que se sentaran bajo la agradable sombra de un inmenso
aceite que estaba a la vera del camino.
Cuando se sintió relajado, Don Tomás comenzó a recordar que su padre le
había pedido en todas sus cartas que le devolviera aquél viejo libro. Nunca entendió por qué tanta insistencia con
lo del libro. Don Tomás había leído el
libro dos veces, pero nunca advirtió que aquél pequeño sobre estaba adherido al
interior de la solapa de la tapa del libro.
¿Sería esa la causa no revelada de la obsesión de su padre por aquél
libro?
-No la
pierdas, dijo el viejo a David, por si acaso.
Cuida que no te la quite el mono.
Luego de
varias horas de caminata, llegaron a una vía de vehículos mineros, en la cual
fueron recogidos por una camioneta que iba hacia el pueblo.
Más nunca
volverían a ver a los asaltantes ni los caballos ni el tesoro.
El regreso fue
aún más accidentado y menesteroso que la ida.
De vuelta en
Ciudad Bolívar, los hombres llegaron a la isla, hambrientos, sucios y sin
dinero, pero inmensamente felices de tenerse uno al otro. Allí los esperaban ansiosos Sosa y Cacán. Los hombres se habían embarcado en una aventura
en busca de un tesoro y lo habían encontrado.
A su edad, el viejo había encontrado algo mejor que el oro, su Dorado,
su único nieto, su único familiar vivo.
Por su parte, David había encontrado a un verdadero y sabio amigo,
alguien que lo había tratado con infinito afecto, desinterés y respeto aún en su peor momento.
V. Lo que ocurrió después.
Parece
genuina! Exclamó el profesor Georgios Niki al ver con su lupa la
estampilla. Esta pieza debe valer una
fortuna, sentenció aquél viejo griego experto en filatelia, mientras
contemplaba maravillado lo que resultó ser una auténtica “Misioneros”
de 1851, originaria de Hawai, EEUU y valorada
en más de dos millones de dólares. Se
le dio ese nombre porque se las utilizaba en la correspondencia que enviaban
los misioneros que evangelizaban para esa época en esas islas.
La estampilla
era una verdadera rareza, tanto que solo se sabía de la existencia de apenas cinco
de ellas en todo el mundo.
Al poco tiempo,
ayudados por el experto, el viejo y David hicieron vender la estampilla en una
casa de subastas en New York y se embolsillaron un precio récord.
El viejo no
quiso dinero para sí, pero Davíd aparte de invertir con inteligencia buena
parte del dinero en un próspero y sólido negocio de transporte, colmó al viejo
de comodidades, placeres y amor de nieto hasta el último de sus días. El viejo nunca abandonó su isla. FIN.